viernes, 20 de diciembre de 2013
viernes, 29 de noviembre de 2013
miércoles, 27 de noviembre de 2013
LO AUTENTICO
Un pintor de paisajes
decía que cada mañana antes de enfrentar el lienzo desnudo, se preguntaba si esta
vez haría algo diferente para variar, tal vez un retrato o naturaleza muerta o
manchas, para ver qué salía, sin embargo, pasaban los días, semanas, años e
invariablemente seguía produciendo lo mismo, solo paisajes. Al final llegó a una
conclusión, eso era lo suyo.
A muchos nos
pasa lo mismo a través de las distintas etapas de la existencia, nos
preguntamos si lo que hacemos es lo mejor que podemos hacer, si este es nuestro
destino, buscamos traspasar nuestras limitaciones, queremos intentar algo nuevo
y ocasionalmente lo hacemos con diferentes repercusiones. Son contadas las
veces que alguien tiene éxito haciendo algo distinto, algo nuevo.
Cuando uno
llega a cierta edad se pregunta cosas, uno siempre se pregunta muchas cosas,
pero cuando llega la madurez es hora de dar respuestas y generalmente son
ciertas. Cada vez me doy más cuenta que aquello que repetí durante tanto
tiempo, era lo cierto, era mi verdad, mi camino, lo auténtico de mi existencia.
martes, 19 de noviembre de 2013
F E R M I N
La madrugada me encontró
escribiendo un mail de reconocimiento a
alguien que encontré en una de mis recientes incursiones a Colonia del Sacramento. Es notable como
la atmósfera del viaje une a los viajeros, cómo dos desconocidos que en Buenos Aires no se habrían
saludado, estuvieron varias horas intercambiando experiencias de
vida, mientras hacían tiempo en un restaurante, hasta la hora de emprender la vuelta en el catamarán a Buenos Aires. Si no hay un buen
libro para matar el tiempo en momentos de espera, es difícil encontrar un
interlocutor válido que estimule a contar cuitas y aprender algo. Cuando se
consigue, da ganas de renovar la conversación con vino o café en más de una oportunidad.
Recuerdo coincidencias
semejantes en el devenir de años y distancias. Aunque es habitual que esos encuentros
no tengan secuelas, a veces quedan grabados en el corazón.
Así fue como
ocurrió con Fermín, un personaje imposible de olvidar. Tuve la suerte de
encontrarlo por aparente casualidad en Heathrow, mientras esperaba partir a
Montreal una fría tarde de enero de 1989 –en realidad las casualidades no
existen. Este fue un caso típico de sincronicidad al mejor estilo Jung.
Yo estaba pasando
un mal momento, mi gran amigo y socio acababa de partir hacia donde no se
vuelve. Una virosis lo acabó sin clemencia ni demora. Lo que sentía estaba
patente y Fermín se dio cuenta. Éramos al principio simples viajeros en una sala
de espera hablando banalidades. Luego, al ir descubriendo cada vez más
coincidencias e intereses comunes en sucesivas circunstancias, pasamos a ser
dilectos amigos frecuentes.
Por haber viajado
tanto, cambiando residencias en países y barrios distintos a través de los
años, muchas fueron las relaciones abandonadas en el recuerdo. Algunas pasaron
a formar la lista de los que reciben notas de felicitación y buenos deseos en
cumpleaños y fiestas. Por suerte o sincronicidad no ocurrió así con Fermín, que
estuvo presente desde aquel día como el mejor de mis familiares. Incluso nos
asociamos para realizar negocios con éxito considerable y luego pasamos a ser verdadera
familia, cuando mi hijo Carlos se casó con su Carmencita.
Todo eso había
sido más que suficiente como consolidación de una amistad iniciada imprevistamente.
Ni él ni yo sospechábamos por aquel entonces los acontecimientos que próximamente
iban a transformar nuestra existencia.
Una tarde de la
primavera del año 1999, cuando hacía más de diez años que nos conocíamos y nos tratábamos como hermanos, un enemigo mutuo, competidor de negocios, nos
denunció como narcotraficantes. Un puñado de policías con orden de cateo, dio
vuelta la oficina que compartíamos desde hacía cinco años, encontrando bolsas
de cocaína escondidas dentro de muñecas de porcelana y otros juguetes que
habíamos importado recientemente de China. Al principio nos defendimos pensando
acertadamente que se trataba de una trampa montada por terceros, sin embargo, nos
endilgaron presuntas pruebas de la dolosa transacción. Todo fue “demostrado” de tal forma que cada uno creyó haber
sido estafado por el otro y el juez, que ambos éramos culpables.
Para cuando luego
de cuatro enervantes meses de trámites, investigaciones, pago de abogados y otros gastos consiguientes,
todo se hubo finalmente aclarado, ya había resultado demasiado tarde. Las dudas
y discusiones habían causado estragos en la relación y nuestro archienemigo con sus calumnias
había triunfado logrando sacarnos de en medio, al liquidar nuestra
sociedad.
Aún nos vemos en los
cumpleaños de nuestros nietos y nos saludamos por compromiso en fiestas
familiares pero ya no es lo mismo.
jueves, 31 de octubre de 2013
DEL AYER
Durante el primer lustro
de este siglo allá al norte, en el otro hemisferio, solía pasear por la
alta montaña y disfrutar de un silencio melodioso y crepuscular que añoro.
Dejaba el auto donde comenzaba el bosque, cargaba la mochila a la
espalda y subía hasta el refugio, reservaba lugar para dormir esa
noche y dirigía mis pasos por un camino predilecto que bordeaba la parte más alta de la ladera, desde donde divisaba, muy abajo a la izquierda, los
meandros enormes del río y el valle verde primaveral. Álamos temblones y altos
pinos escoltaban el lado derecho del ancho sendero. Ellos y sus sombras
parecían deslizarse acompañando mis pasos. La nieve iba disminuyendo cuanto más
abajo miraba y del otro lado, el bosque luminoso arriba y oscuro adentro me
trasmitía su ánimo vital con gorjeos, cantos y avistajes de aves, conejos y ardillas,
siempre tan laboriosos y movedizos, que ahora iban apagándose como el
atardecer. Un pájaro carpintero con su continuo repiqueteo, aportaba ritmo al festejo.
Seguía subiendo más allá del bosque y en la cima divisaba imágenes que quitaban
el aliento.
Alguna vez, allá muy lejos en el poniente, el firmamento cambiaba sus
tonos desde grises plúmbeos a violetas, lacres y rojizos. Podía escuchar el
clamor de truenos apagado por la distancia, unas líneas quebradas deslumbrantes
anunciaban más tormenta, los nubarrones pesados descargaban su contenido sobre
la campiña que había estado esperando ansiosa. El sol agazapado huía, sofocado
por la hinchada turba de nubes dispuestas a dar más guerra y solo algunos
tímidos fulgores áureos se espantaban del encierro. El aluvión arreciaba aún
lejos y por momentos parecía aproximarse.
La brisa se acentuaba trayendo cánticos y aromas
húmedos del bosque y su ulular hacía cantar a la montaña. Con la melodía del entorno y la vista de tanta magnificencia
quedaba meditando sobre mi vida, alejado de hijos y nietos que pasaban las suyas
al sur del planeta, cuya redondez en ese momento podía apreciar mejor
hacia el este, donde el horizonte permanecía limpio.
El cielo, como la vida, alterna oscuros matices y
claros perfiles que van prodigándose más o menos acompasados ahora, profusos
luego. Solo nos resta agradecer y compartir lo que nos brinda.
A veces, para conciliar el sueño en noches
solitarias, apelo al recuerdo de aquellos tiempos en las altas montañas del
oeste de Norteamérica.martes, 22 de octubre de 2013
De los Sueños...
Ya que hablamos de los sueños, de aquellos que significan ilusiones o tal vez mejor definirlos como propósitos o metas, vocablos estos últimos que aclaran mejor su función.
Sueños hay que no conducen a nada y otros que son nada menos que el motor de nuestra existencia.
"Nunca dejes que nadie mate tus sueños", es una frase que nos sacude temprano en la vida, cuando dejamos de ser niños y/o ingenuos y debemos realizar nuestros ideales.
A veces, la existencia endurece nuestras almas y dejamos de creer en nuestro potencial, a veces creemos que nuestros sueños son milagros inalcanzables, todo depende de nuestro sentido común y de nuestra fe.
No importa que tan avanzados estemos en el proceso de la vida, siempre debemos tener ideales o sueños que cumplir, de otro modo nos vamos apagando antes de tiempo. Por otra parte, el buen Ds nos ha participado de su labor co-creadora, nos llama a cumplir con nuestra parte de acción y no podemos defraudarlo a El ni a nosotros mismos. Así que cada tanto nos toca desempolvar aquellos sueños olvidados en un rincón del armario de nuestro corazón, lustrarlos y volver a luchar por ellos.
Pobre de aquel que no tenga sueños para realizar!
La Casa del Molino
Jamás
pensé que al volver a la ciudad después de tanto tiempo, me iban a asignar un
caso en un paraje tan cercano a donde transcurrió mi juventud, cuatro décadas antes.
Tuve que dar cuenta al juez con exactitud de todo lo acaecido en aquel
lugar tan caro a mi memoria.
Los
vecinos de Milltown, pequeño pueblo cerca
de Jersey, habían creído saberlo todo acerca de la pareja que habitaba la casa
del molino desde hacía un par de años, pero no fue así.
Me
habían contado que durante ese tiempo pudieron conocer algunos de sus hábitos y
cualidades, a pesar de haber sido bastante reservados.
Habían
dicho que Adela, la mujer, sabía cuidar del jardín y era cierto, porque las
rosas aún después de tres semanas sin cuidados, se seguían viendo hermosas. También
la escuchaban practicar con el viejo piano, que habían recibido en mal estado y
supieron reparar y afinar perfectamente. También se sorprendieron de la pericia
de John Darwin, el esposo, que restauró el chalet recibido en malas
condiciones. Según contó uno de los mismos vecinos, había tenido la oportunidad
conocer a John cuando ambos pescaban en el río cierta mañana y pudo admirar la
maestría con que diseñaba sus propias moscas. Cuando John llegaba de pescar
apenas pasado el mediodía, preparaban el almuerzo, a menudo trucha grillada. Luego,
el silencio posterior indicaba una posible siesta.
Algunas
tardes el hombre iba a hacer trámites a Jersey o se quedaba leyendo bajo el
nogal junto al molino. Cenaban como a las siete, las imágenes de la televisión
se transparentaban a través de las delicadas cortinas de macramé, después la
casa quedaba a oscuras. Se levantaban temprano a la mañana siguiente y volvían
a sus rutinas. Como excepción destacable, en la semana previa se los había
escuchado discutir. Nadie sabía cuál había sido la razón de la desavenencia.
El
último día el cartero Phil Dewit, había llegado a la hora del almuerzo, a las doce
y media, según informó más tarde. En esa oportunidad, se dio cuenta que John no
había probado bocado, porque su plato con la comida intacta había quedado en la
cabecera de la mesa, con los cubiertos limpios y la impecable servilleta blanca
bien doblada. Según dijo, lo había visto con el rostro desencajado y muy pálido.
Adela había convidado al veterano cartero con un café y manifestó haber quedado
allí sentado junto a la pareja unos instantes, mientras veía cómo John abría el
sobre de mayor tamaño, sellado por la oficina de correos apenas unas horas
antes. Dijo que fue retirando en silencio todos los papeles del sobre y los leyó
con gesto afligido, sin reprimir sobre el final de la lectura una evidente
mueca de disgusto.
Según
pude ver más tarde en la esquela, el Dr. Brandon se disculpaba por no haber
podido comunicarse telefónicamente. Decía que pasaría a las tres para internarlo
él mismo en la clínica y quedó la mencionada esquela, junto con los exámenes
médicos sobre el escritorio al lado del teléfono, de donde la levanté luego.
Justamente
en el momento de despedirse, el empleado del correo había podido ver cuando
John comenzaba a abrir el segundo sobre, el más pequeño, fechado dos días
antes. Supongo que en su estado, le habrá costado descifrar la confusa
caligrafía de su anciano padre. Cuando después vi la carta ajada en el canasto entre
otros desechos, me enteré que el viejo estaba desahuciado, con solo seis meses de
vida por delante. Le decía a John, que debían encontrarse pronto para conversar
y ver al escribano, pues había decidido legarle las acciones de fondos mutuos
que John sabía manejar, la tienda de ferretería adonde había estado trabajando
hasta su alejamiento y la casa contigua. Le censuraba su proceder, por haberse ido
batiendo puertas después de aquella discusión y no haber mostrado intención de
hacer las paces. Agregaba que no le guardaba rencor, que por el contrario,
había estado preocupado al no saber nada de él durante tanto tiempo y que no había
escrito antes porque nadie sabía cómo encontrarlo. Solo lo lograron gracias a
uno de sus empleados, que lo reconoció pocos días antes a pesar de su nueva
barba, al verlo frente a un cajero automático de Jersey y lo siguió hasta Milltown,
viéndolo entrar en la casa del molino.
No
pude confirmar si John alcanzó a leer enteramente la segunda carta. Pero por lo
visto, en ese momento tan angustiante, quizás ya no le importaba lo que dijera,
por algo la arrojó en el cesto. Se ve que en ese momento tomó la decisión.
De
acuerdo a lo informado después por su médico, el hombre habría estado sufriendo
tremendos dolores abdominales y cefaleas, una debilidad generalizada y la vista
nublada, síntomas propios de la fatal intoxicación. Seguramente había sido a
propósito que puso el frasco de veneno para hormigas sobre la mesa frente a la
mujer, para que esta lo viera y debe haber tomado el revólver con manos
temblorosas, porque el primer disparo salió desviado, aunque no hubo signos de
lucha. A la una y media pasadas, la gente de la casa de en frente lo escuchó, la
bala quedó metida en la pared detrás de donde estaba sentada la mujer. El
segundo tiro fue inmediato y acertó en la frente de la desdichada, sin orificio
de salida. El tercero y último demoró unos treinta segundos más, lo incrustó
en su propio paladar y destrozó la cabeza. viernes, 27 de septiembre de 2013
DESENCUENTROS
Terminó
finalmente de auditar el balance y plantó su firma. Eran las diez de la noche
del viernes, noche apacible de plenilunio. Prometían ser unos hermosos días de
vacaciones los que tenía por delante, o eso esperaba. El pronóstico del tiempo era
bastante halagüeño para la época del año, un otoño que parecía verano.
Traer el auto
al centro habría sido una locura, el tránsito estaba cada vez peor y a esa hora
solía ir poca gente en el tren hacia El Tigre. Desde la oficina, ubicada frente
a la Plaza San Martín, a una cuadra de la estación de trenes de Retiro, caminaba
a paso tranquilo, respirando profundamente. Se acomodó en el penúltimo vagón,
en un asiento donde había buena luz para leer.
Había tenido
dos semanas muy complicadas con la visita de los directores de la empresa que
llegaron de España de improviso, hacer de guía-anfitrión paseándolos por las
parrilladas de la costanera, teatros del centro, tanguerías de San Telmo y
museos de Buenos Aires había requerido gran esfuerzo. Luego tuvo que acompañarlos en avión a
la bodega de Mendoza y no encontró un momento para pasar por su casa.
Pidió
vacaciones para dedicarle tiempo exclusivo a su mujer que bien lo merecía y en
unos días va a ser su cumpleaños, arregló la compra del auto que le gustaba, para
hacerle una buena sorpresa. Y para completar, luego la llevaría al campo, o a Pinamar
o del otro lado del charco, a Colonia o a Punta.
Abrió la
novela que había estado esperando en el maletín toda la semana, no había tenido
tiempo de terminarla. Fue leyendo despacio el último capítulo preguntándose
resolvería el desenlace el autor. Tenía tiempo suficiente, doce estaciones, a
unos tres minutos por estación, eran treinta y seis minutos para llegar a Victoria.
Los personajes eran complicados y de pocas palabras, no se llevaban bien entre
sí y el “narrador” era el mismo asesino a sueldo contratado para ajustar
cuentas, en ese momento, con un “cliente” que hacía meses que no pagaba la
cuota de “protección”. “Si todos hicieran lo mismo, se termina el negocio, hay
que tener mano de hierro, acá nadie se escapa” –decía el personaje. El asesino mostraba
un particular sentido morboso del humor, así que habìa continuos malentendidos
y situaciones dramáticas no exentas de originalidad. Este tipo de gente no
habla, actúa drásticamente y el entorno entiende o muere.
El sabía que
eso podía darle resultado a los mafiosos, sin embargo la gente normal debe
conversar de forma civilizada para solucionar sus diferencias, Susana parece no
entenderlo –reflexionaba- ahora yo debería ir a casa, pero ella está molesta por algo que no sé bien
qué es, se empaca y no habla, no comprendo qué le pasa y lo que menos necesito
en este momento es una discusión. Intuyo que está celosa, no comprende que mi
trabajo lleva tiempo y debo cumplirlo, no es momento para descuidarlo y además,
tengo que alternar con personas, algunas son mujeres, debo llevarme bien con
todo el mundo, ahora prefiero tomar un trago y comer algo en el boliche, para
no hacer ruido en casa y luego voy, para entonces estará dormida. Estoy hecho
trizas y necesito un buen descanso. Durante esta semana larga tendremos
tiempo para conversar y ver qué cambios podemos hacer para que se sienta mejor
y nuestra relación vuelva a ser tan buena o mejor que al principio, también
podríamos agrandar la familia, ella ya va cumplir treinta y cuatro años -continuaba
diciéndose.
En el bar vio
a su primo Ismael al final de la barra con una linda rubia, pero no lo quiso
distraer. Disfrutó despacio
del churrasco con noisettes y cabernet y luego se encaminó al
chalet en un remis.
El auto no
estaba estacionado en la puerta, y ya era medianoche, ella lo habría entrado al
ver que él no llegaba temprano lo cual le molestó. Él también se molestó porque
tenía miedo que le pasara algo a ella, si algún bandido la asaltaba al verla
sola por más instrucción de defensa personal y de armas, que hubiera recibido
de su padre ex-comisario, un poco de miedo no le vendría mal. Es cierto que Punta
Chica parece tranquila, pero es peligrosa, por algo mantienen guardias
permanentes patrullando.
Admiró los altos eucaliptos y pinos que bordeaban
la casa y sintió ganas de tirarse en la hamaca a mirar la luna llena entre sus
ramas pero prefirió ir a la cama y dormir tan profundamente como fuera posible.
Entró despacio para no despertar a su pareja. Una ducha y a la cama –se dijo.
No la oía respirar. Era evidente que estaba despierta pero ella tampoco quería
hablar y mucho menos iniciar una discusión a esa hora de la noche, así que ella
se hizo la dormida y él hizo como que creía que ella dormía.
Para entrar
en su sueño, se puso a recordar la novela que estaba leyendo. Se compenetraba
tanto cuando leía que se sentía como si fuera otro personaje más, era una vida
paralela. El tipo que no había pagado la cuota de protección tomaba sol en la
reposera del jardín de su casa construida entre robles y rosales en flor.
Estaba tranquilo, era la hora del café de la tarde. Iba a levantarse cuando sintió
un sacudón fuerte en el pecho que lo echó de nuevo en el asiento, luego un
sabor amargo, vomitó sangre, se quiso incorporar y le fallaron las piernas,
otra vez cayó sentado, miró el orificio de la bala justo en la tetilla izquierda
y un chorro oscuro brotó de la herida, trató de detenerlo con la mano, sintió
frío y un espasmo. Lo último que pudo ver fue al homicida que con una mueca de
satisfacción, volvió a disparar, esta vez a la cabeza.
No fue bien
elegido ese pasaje para conciliar el sueño y sin reconciliación no podía
abrazar a su mujer como otras veces, en que se le cruzaba un mal pensamiento,
no sabía en realidad, qué le pasaba, ni qué la había molestado, lo único que había
dicho fue: “Vos sabés bien a qué me refiero” aunque el no tenía mucha idea. Susana
estaba celosa de las empleadas y demás mujeres que visitaban la empresa y
principalmente de su secretaria, aunque él creía que no le daba motivos. Sin
embargo, ella tejía intrigas que la hacían sentir mal. El la llevaba a algunas
reuniones para que viera que todo estaba bien, pero había sido contraproducente.
Le había pedido a Alicia su secretaria, que le avisara a Susana que iba a
llegar tarde porque hubo que despedir a los directivos que volvían a Europa.
Además, él mismo la llamó tres veces pero no contestó y le dejó mensajes en el
contestador. En la
habitación oscura miró el reloj con agujas fosforescentes, ya era la una y no podía
dormir. La almohada le resultaba muy espesa. Prefiero la más chata –pensaba-
pero Susana también, así que tendré que comprar otra. Normalmente le habría
pegado un par de puñetazos a la almohada pero ahora no podía hacer ruido ni movimientos
bruscos, así que trató de ahuecarla en el centro, muy despacio. Susana seguía
sin moverse, pensaba acercarse por detrás, abrazarla y besarle el cuello, eso le
había resultado otras veces, pero no se decidió. Volvió a tratar de dormir. Esta vez se relajó mejor concentrándose en la
respiración, contó sesenta escalones de una escalera de cristal que llegaba
hasta la luna enorme entre los pinos, emergiendo del mar y más cerca, estaba la
playa.
De pronto
despertó inquieto, vio el reloj, eran casi las siete, ella no estaba en la
cama… es sábado, qué raro –se dijo- es muy temprano, habrá ido al baño o la
cocina… Echó un vistazo, ya no estaba, se había ido en el auto.
Entonces
imaginó que ella no había dormido en toda la noche, tramando quién sabe qué
pensamientos absurdos, y claro él estaba tan cansado que se durmió y no la
escuchó cuando se fue. En la mesa de la cocina encontró una esquela: “No
aguanto más, me voy a casa de mamá. No me llames.” Y no la llamó. Le mandó un
mensaje por el celular: “Si quieres hablamos, no sé qué te anda molestando,
estuve con mucho trabajo, me tomé franco toda la semana, hasta el otro lunes
para ir al campo con vos. Si no me llamas me voy solo". El servicio
telefónico le avisó que el mensaje fue entregado. Esperó. No hubo respuesta.
¿Cómo iba a
viajar hasta la quinta sin el auto? Decidió ir a lo de sus suegros en uno de
alquiler a arreglar el lío. Si no lo lograba, iría a cazar perdices y hacer un
buen guiso allá afuera. Tal vez podría invitar a sus sobrinos que aceptarían
encantados. Llegó, no había nadie, no estaba el coche y su mujer no atendió el
celular.
Entonces pensó: ¿Y si llamo a Alicia y le
pregunto si pudo
avisarle que llegaría tarde y qué fue lo que habló con Susana? Sé
que a Alicia le encantaría que yo me divorciara, a veces lo dice en broma a ver
cómo reacciono… ¿Y si esta loca le dijo algo que molestó a Susana y por eso
está tan mal? No puedo creer que haya hecho algo así, mejor la encaro
personalmente en la oficina después de esta semana de vacaciones, aunque por
otro lado no quiero que Alicia se entere cada vez que tengo discusiones con
Susana.
A todo esto
ya era mediodía. Cambió de planes. Compró otra novela en el kiosco y un trozo
de asado en el mercado justo antes de que cerrara. Estaba asando la carne cuando
llama Susana para que vaya a conversar. Yo ya fui –le dijo-- y no estabas,
ahora estoy ocupado con la parrilla y preparando la ensalada- y le pidió que viniera ella, que tenía el auto.
No quiso y se volvió a molestar. Sábado, domingo y quizás toda mi semana de
vacaciones peleados y sin una verdadera razón –seguía diciéndose. Comió unos
bocados a desgano. Trató de leer la novela y no pudo, estaba angustiado. Meditó
un rato, se concentró en la respiración y el aroma de los eucaliptos para
calmarse. Algo más tranquilo, fue de vuelta a lo de los suegros. Otra vez no había
nadie. La llamó al celular y no contestaba, no le quiso dejar mensaje. Ya no sabía
qué hacer. Volvió a llamarla y tampoco contestó esta vez -¡Me divorcio, ya
estoy harto de sus estupideces!- y con toda la rabia, ahí sí le mandó un
mensaje diciendo esto.
Volvió a la casa, comió algo aunque el asado se había
enfriado y la ensalada estaba marchita, tomó un vaso de vino. Un vecino había
juntado ramas y frutos de los eucaliptos y los quemaba junto a los árboles del
frente. Empezó a leer de nuevo y se adormeció tranquilo en la silla de
Viena, acunado por la brisa y el aroma que llegaba del bosque, mientras el
sol lo abrasaba suavemente y sintió ganas de tomar café. De pronto se sobresaltó
ante los gritos de Susana que lo insultaba. Todo sucedió tan rápido que no
sabía si soñaba o aún estaba dentro de la novela. ¿Que trae Susana, una taza de
café? No, ¡dios mío!, sintió un golpe en el pecho y amarga la boca, escupió
sangre, miró el orificio junto a la tetilla izquierda y el chorro que brotaba a
borbotones no era oscuro, al sol de la tarde se veía rojo, trató de
contener la sangre con la mano, sintió frío. Susana, enloquecida, le había
disparado con la Beretta de su padre.
Cuentos del Ayer
Siendo niños, a veces mi padre nos sorprendía después de cenar con
alguna golosina y un cuento, así que había que lavarse los dientes, estar bien
tapados en invierno y disponerse a escuchar.
En aquellos días vivíamos en el barrio de Pocitos, en Montevideo, en una
casa de altos, con veinticuatro escalones que yo subía con cierta dificultad cuando
volvía del jardín escolar. Luego fui haciéndolo con más facilidad, los trepaba de
a dos o tres en mi adolescencia y los bajaba de a cuatro o cinco.
Ya casado y con hijas, era yo el que contaba los cuentos en otra casa,
en el barrio de Punta Chica, Partido de San Fernando, en la Zona Norte de Buenos Aires. Era un chalet con jardín y un perro que ladraba
queriendo entrar para escuchar el cuento él también. A veces, lo dejábamos pasar
y se sentaba en medio de la habitación mirándome atentamente y dando pequeños
aullidos de satisfacción, tal como si estuviera entendiendo lo que escuchaba.
Hace poco fui a visitar aquella casa paterna de Montevideo para recordar los
viejos tiempos, todavía está bien guapa, pintada de otros colores y me pareció algo más pequeña. ya no pude subir y bajar la escalera tan rápido como antes,
fue más parecido a cuando iba a la escuela.
Ahora son mis hijas las que cuentan cuentos a mis nietos, porque
vivimos en ciudades distintas, tengo escasas oportunidades de verlos y además
los relatos actuales no son tan cruentos como los que yo contaba, de la selva, con
animales feroces y los de terror que ahora no se animan a transmitirles, lo
cual me parece bien, el mundo ya tiene suficiente violencia y malos tratos.
Esa es una mejor manera de comenzar la vida, con amor y paz. Ahora el
lobo es un buen tipo que no quiere comerse a la abuelita ni a Caperucita Roja,
lo que busca es la receta de las deliciosas galletitas, que secretamente guarda
la simpática anciana en un cajón de la cocina. martes, 27 de agosto de 2013
"QUE CAMINES EN BELLEZA"
Cuántas cosas me sugiere este
saludo, este buen deseo del amigo que conoce realmente el valor que tiene esta
vida, esta milagrosa vida que nos ha tocado disfrutar.
Cuando uno ha vivido, es decir,
cuando ha sufrido y gozado, cuando ha estado cerca del abismo y del cielo, sabe
apreciar las diferencias, las delicias y los dolores de la vida… sabe que cada
segundo es precioso, cada hora cuenta…
Desde hace tiempo camino en belleza,
disfrutando cada árbol, cada pájaro, cada caricia de pasión o de ternura, cada
sonrisa bendita que me llega y cada vez que puedo le dedico un verso o plasmo
la imagen en una fotografía, para recrearla cuando descanso de mirar tanta hermosura
directamente a los ojos…
Esta vida que me han regalado, la
atesoro minuto a minuto… que se van como por arte de magia. Si da pena dormir y
perderse una noche de amor o una tarde de sol, sentirlo en la cara, frente al
paisaje en el parque o paseando por el bosque junto al arroyo que baja de la
montaña o mirando las olas, que esparcen su espuma sobre la playa que las
espera encantada.
Ya se va yendo el frío… muy pronto! El frío también tiene su encanto!
Ya se ven los brotes en el jardín,
pronto se llenará de flores y una mañana veré a la primavera llegar en una
burbuja descendiendo triunfante de una nube ligera…
Gracias, Dios, Natura, Tao, Buda, Yavé,
Gracias Consciencia Universal!
Muchas Muchas Gracias!!!
miércoles, 21 de agosto de 2013
EL FLACO
Jacinto Suárez pensaba en su escenario: se sentía perdido,
después de toda una vida familiar afectuosa había quedado solo. Chocó con el auto al tomar la ruta a Bahía Blanca, adonde iba a
ver a su hija. Le internaron en el hospital por problemas en la
vista, heridas y dificultades motrices, todos resultantes del accidente.
Ellos nunca venían a Buenos
Aires, era él quien viajaba cada vez que el aislamiento se volvía
inaguantable. Recordaba con dulzura y tristeza a Ana, su mujer, que había
fallecido el año anterior de un ataque al corazón. Así que nadie lo acompañaba
en ese difícil momento y ahora, casi ciego y con el auto hecho trizas quién
sabe si volvería a ver a su familia. Pensó que era justo no haberles dicho que iba, como si hubiera intuido que no llegaría a destino y ahora
tampoco les contaba de la situación para no inquietarlos, total, el podía
arreglarse solo.
En medio de estos pensamientos, aparecía a veces de improviso
el “flaco Pérez”, que ocupaba la cama contigua. Jacinto lo veía como un tipo más joven, alegre y ocurrente. Su oficio, según
le escuchó decir, era de mozo de restaurante que había trabajado en San Telmo,
la Recoleta y en el sur de Brasil. Hacía ya una semana y media que
Jacinto no veía más que sombras y en medio de su desamparo y preocupaciones,
“el flaco” era un alivio a su
drama. Pérez, a su vez, decía que tenía una afección en el hígado y que lo
operarían. El lo ayudaba cuando Jacinto comía o cuando se encaminaba de la cama al baño con
dificultad, debido a las heridas en piernas y cuerpo y a su reciente ceguera, a
la que creía que nunca se iba a acostumbrar. El baño estaba a cinco pasos de su cama y no había ningún obstáculo que sortear. También había
contado nueve pasos hasta la puerta de la
habitación, adonde iba todas las mañanas y las tardes que se sentía con fuerzas
para caminar un tramo por el pasillo, cuando había alguna enfermera libre que
le acompañara.
A
veces al despertar, Jacinto sentía al flaco relatar
alguna agradable noticia. Con jovialidad y simpatía, hablaba de alguna de sus aventuras o de lo que sucedía en el sanatorio y fuera
de él. A través de la ventana, atisbaba la vida de sus vecinos y contaba lo que
ocurría, como cuando una vez, mientras ellos desayunaban, se le
cayó con gran estruendo chirriante la cortina de enrollar al carnicero de
enfrente que no podía levantarla para hacer pasar a los clientes que
ya formaban fila; de la pelea entre un taxista casi enano y un enorme chofer
del 29, que chocaron en la esquina, el taxi quedó hecho un bollo. De bronca, el
petiso enfurecido y a los saltos, quebró el parabrisas del colectivo de varios
fierrazos y el del micro no se animaba a bajar; también escuchó la historia de
la hija del farmacéutico, que había ido a pasar el verano con sus tíos y primos
en Córdoba y acababa de volver encinta, acompañada del causante enamorado, que
ahora estaba buscando trabajo de panadero por la zona. Y de la generosidad del
jardinero que les cortaba el césped de la entrada de su casa a unos ancianos
del barrio sin cobrarles, del varón de casi seis kilos que había nacido aquella
madrugada en la maternidad del sanatorio, de la belleza increíble de la nurse del cuarto piso, tan escotada y donosa,
que no les podía tomar la presión a los varones, porque éstos se impresionaban
tanto al tenerla cerca, volcando su mejor parte hacia ellos, que la presión les
subía de golpe y no los podía controlar. Oyó también la ocurrencia del dueño de
la florería de enfrente, que le regalaba un pimpollo a cada chica guapa que
pasaba por la cuadra y otras anécdotas y bromas que amenizaban las largas
jornadas de su encierro involuntario. Jacinto intuía que a veces, el flaco
exageraba para asombrarlo o hacerlo reír, pues ante la duda, el tipo reducía el tenor de la proeza modificando el relato. Así fueron
sucediéndose los días en que el mozo ofrecía ocurrentes menús de historias para
alegrar la vida del viejo, ayudándolo a olvidar su drama.
Por
otro lado, Jacinto se sentía en inferioridad de condiciones, pues no tenía esa facilidad
de expresión ni carisma, ni historia digna de contar y algunas noches,
diciéndose: “¿por qué a mi?” no podía reprimir un callado llanto, al imaginar cómo sería su vida de ciego y entonces pensaba incluso, cómo juntar fuerzas
para suicidarse.
Además
de estos pensamientos nefastos, seguía discurriendo Jacinto, no podía
compararse con Pérez, más joven, hombre habituado al ruido vertiginoso de la capital y sus
locuras, con más calle, más roce social y él en cambio, criado en el campo de pata en
el suelo hasta que se mudaron al pueblo, no había tenido amigos ni conversaba
con nadie. Empezó el colegio muy tarde y luego se aficionó a los números, único
entrenamiento adquirido a la fuerza, contando ganado, pollos, huevos,
bolsas de granos y tantos otros productos del campo y del almacén de ramos
generales de su tío, donde trabajó desde el primer año del secundario, cuando
cumplió los quince años. Se pasaba estudiando aritmética y luego contabilidad,
hasta que pudo encontrar trabajo de ayudante de contador en ese oscuro pueblo
de campaña. Había llevado una vida chata, de la casa a la oficina de un estudio
contable donde nunca pasaba nada. Recordaba el tedio de los fríos inviernos y
canículas insoportables, generalmente solo, encerrado en la oficina durante diez o doce horas diarias, seis
días a la semana y a veces trabajaba hasta los domingos. Y luego de casado, en aquel
modesto departamento alquilado, con su mujer, simple ama de casa con limitadas
aspiraciones y estudios. A él le gustó su sonrisa y fue así que se animó a
sacarla a bailar aquella tarde de domingo de carnaval en el único club del
pueblo, a quince kilómetros del rancho donde nació. Ambos se casaron con
más de treinta años de edad, sin haber disfrutado nada de la vida. Ni siquiera habían podido tener
una luna de miel normal, ella se embarazó apenas comenzaron a salir y tuvo que
estar a quietud para no perder a la única hija que tuvieron, la que ahora
estaba en Bahía Blanca. Jacinto siempre había sido tímido y los chistes no le
salían bien, entonces qué podía comentar él… nada!
Una
madrugada se despertó ante un silencio inusual; su compañero no respondía y temiendo
algo malo, se levantó a tientas a ver qué le pasaba, encontró la cama tendida y
sola. Por un instante cruzó por su mente la duda, ¿lo habrán llevado a operar o
se fue sin saludar…? Intrigado, apretó el timbre hasta que llegó una de las
enfermeras, que muy extrañada ante sus preguntas, le dijo que hacia quince días
que esa cama no se ocupaba, no conocía a ningún flaco Pérez y además, en la cuadra
de enfrente no había nada desde el año pasado, cuando se derrumbó un viejo
conventillo. Ahora solo quedaban un terreno baldío y varias casas vacías.
Sin
embargo, le dijo que la cama de al lado sería ocupada esa misma tarde por un vecino
que tenía un problema de vesícula y lo operarían muy temprano al día siguiente.
Cuando Jacinto le preguntó el apellido del nuevo paciente, ella miró la
planilla y respondió entre cómplice y asombrada que el apellido era Pérez.
–Y es
flaco? –preguntó Jacinto.
martes, 20 de agosto de 2013
D E S T I N O
Todo había
comenzado hacía quince años. Mi maestro escultor me enseñó a dibujar, a sentir
el diseño en la sangre y, desde el corazón, pasarlo a la piedra.
Hacía
tiempo que soñaba con este viejo tamborilero africano, como mis propios ancestros,
a quienes el ritmo de los parches entusiasmaba participando íntimamente de esa sensación
de pertenencia. Del mismo modo, familia y compañeros compartían mi sentir
cuando les contaba mis sueños.
Cuando vi
aquellos bloques de granito casi azules de tan negros quedé extasiado, así que
junté lo que hacía falta, hice cortar uno a la medida real del hombre y lo
trajeron con un camión grúa hasta mi lugar de trabajo en lo alto del morro de
Tijuca, en Río.
Ya se
escuchaban las melodías y el repiquetear de tamboriles en todos los rincones de
la ciudad.
Durante aquel
contacto, la voz del interior de la piedra, me había hecho comprender que cada
golpe que diera sobre su figura lo sentiría en mi propia carne.
Asombrado, algo
asustado, pero decidido, seguí trabajando para completar la misión de realizar ese
monumento a lo nuestro, que la negra piedra tan bien representaba y debía
terminarlo para la inauguración del carnaval. No había tiempo que perder.
Al
principio había hecho muchos dibujos. Ahora, tenía la imagen impresa en el
corazón, que me iba transmitiendo, sin dudas, dónde golpear con seguridad. Y seguía
sangrando con cada golpe de formón. Sentía dolor en la piel, coraje en el alma y
la urgencia de liberar al viejo de su prisión para terminar de realizar el
mutuo destino que ya intuía.
Todos ayudaban.
Calladas, las mujeres curaban mis heridas y me alimentaban. Los amigos pulían
el pedestal y mantenían el orden.
Al
atardecer del último día llovía. Volvimos a traer la grúa. Colocamos al viejo
tamborilero frente al camino donde iba a pasar el desfile. La imponente estatua
lanzaba destellos azules alrededor, acentuados por el brillo de la lluvia.
Justo a las siete, el
primer cortejo venía subiendo el morro entre fuegos de artificio y los sones de
una vieja canción irrumpieron en el ambiente. Confundido con rayos y truenos, un
estruendo partió de la escultura arrojando cascotes azabaches a todos lados. Desconcertado,
ví cómo el abuelo de piedra se convertía en carne y hueso. Con un grito de
dolor y una carcajada se desprendió del zócalo de roca y, empapado de agua y
sangre, salió danzando y cantando tras la muchedumbre que no se daba cuenta de lo
que ocurría frente a sus ojos.
Comprendiendo finalmente
mi destino, de un salto subí al podio –a pesar de los gritos de mi gente que
pedía que no lo hiciera— y tomé el lugar que el anciano abandonó, mientras sentía
cómo, muy lentamente, de pies a cabeza, mi propia carne morena se iba volviendo
negrísima roca.
Mientras el alegre
tamborilero se alejaba en medio del gentío, el bullicio se disipaba despacio. La lluvia cesó y por algunos instantes, solo se oyó el llanto de las mujeres que
abrazaban mi figura. Al mismo ritmo, sin prisa alguna, venía
danzando y cantando una tonada nueva la siguiente comparsa.
viernes, 16 de agosto de 2013
NOCHE DE AMOR
Que por qué la quiero? porque la deseo con todos los poros
de mi cuerpo soy todo ojos cuando la miro todo manos cuando la acaricio
todo boca cuando la beso. le doy todo lo que tengo y lo que soy hasta la última
gota y ella me bebe me ama igual que yo somos incondicionales encajamos como
los dientes de una boca inagotable sedienta de pasión me devora con los ojos y
con el cuerpo y yo a ella somos
caníbales del amor y la quiero porque está presente porque hoy la tengo y no sé
si la perderé mañana está muy loca hoy me quiere no sé qué pasará después yo
también estoy loco, de amor y de hambre de vivir como nunca he vivido. nunca
amé de esta manera ni tanto ni así tan demente y total, me llama y voy no
importa adonde esté ni lo que esté haciendo dejo todo y voy siempre voy. noche
y día pienso en ella la pienso y la amo la engullo con el pensamiento y la
acción vivo apasionado sin remedio es la fuente para mi sed es mi mejor
alimento a veces solo nos miramos durante horas sin hacer nada o descansamos
juntos muy apretados quietos hasta que la sed o el hambre nos apresa y vamos a
saciar otros apetitos indispensables.
Salimos a pasear a veces, tenemos sitios preferidos,
disfrutamos de estar juntos solos o sumergidos en el bullicio. De vez en cuando
vamos al cine o al teatro, luego a tomar unos tragos al centro avanzada la
noche ya de madrugada y llega un momento que nos miramos y sabemos, tomamos un
coche y volvemos a su casa o a la mía. En verano nos amamos en la playa o en la
alberca o en la mesa o en la alfombra y en invierno al abrigo cerca del fuego.
Tenemos la premura de aquello que se termina y la tremenda urgencia de no saber
cuándo.
Ella quería vivir por todo lo que no había vivido. Hicimos
locuras, muchas locuras de pasión y de muerte porque la parca está siempre con
nosotros, es la comedida constante, cuando nos amamos desaparece y cuando
acabamos, a veces vuelve despacio y por eso nos fagocitamos de nuevo para
ningunearla, para sumergirnos en ese amor intenso que es capaz de fugarse del
miedo del fin, que lo aleja indefinidamente… es que después de tanto amor ya no
importa morir. A veces la insultamos: muerte puta estúpida andate que acá no
hay sitio para vos!
Aquella tarde en la sala de espera del oncólogo, sin pelo,
flacos, tristes, solos y desahuciados nos descubrimos sorprendidos, como en
un déjà vu. Ella llevaba un
pañuelo rojo en la cabeza, menuda como una criatura y sus ojazos azules no
dejaban de mirarme. Yo con aquel viejo sombrero de playa azul que había sido de
mi padre, cuando me llevaba a pescar. No hablamos, nos miramos con ternura,
luego con esperanza de pasión. Fuimos a su casa aquella primera vez. El enorme
danés celoso no quería dejarme pasar, entré igual, me abrazó y mordió apenas,
no me hizo daño, sabía que no debía y lo perdoné, tampoco tenía fuerzas para otra
cosa después de la droga… reservé mi escasa potencia restante para ese
inaugural encuentro esperanzado.
Es carnaval. Llueve intensamente. Somos dos calaveras en
medio de la noche canicular de un pueblo de Corrientes, ni sé cómo se llama.
Vamos casi desnudos, enfundados en etéreos disfraces de tules que se pegan al
cuerpo empapado, con imágenes de huesos. En medio de la multitud disfrazada y
casi tan loca como nosotros, con la música del corso y las voces que cantan
alrededor resonando en nuestros tímpanos, gritamos para comunicarnos o solo con
la mirada ya entendemos. A veces nos agarramos, temerosos de perdernos en medio
de tanta gente y a la vez nos sentimos protegidos en medio de la multitud. Con
osadía celebramos el amor burlando a la muerte, es la noche de San La Muerte y
llevamos amuletos encantados bendecidos por el cura del pueblo en una vieja
capilla del monte, para que esta pasión perdure, nos da miedo y nos excita,
bailamos hasta el desmayo, finalmente vamos al hotel. Muy borrachos nos
sumergimos en nuestra locura bacantes de amor y de alcohol disfrutando
intensamente nuestra última noche de amor.
Ha escampado y amanece.
martes, 6 de agosto de 2013
LA FITOSAPIENS
Aquella noche miré por la ventana del dormitorio del primer piso, al
rincón del jardín donde estaba la misteriosa planta, deseando que nunca hubiera
existido y cuando la enfoqué con los prismáticos en la media luz de la noche
estrellada, pareció que saludaba o tal vez fuera el viento cómplice en aquel
confín del parque. Esa noche como siempre, Sara y yo charlamos de todo un poco,
comentamos sobre los progresos del nieto nacido el mes anterior, de los
candidatos que se habían presentado para las elecciones y vimos TV hasta que
apareció un film de ciencia-ficción donde unas plantas carnívoras de otra
galaxia invadían la tierra y un sudor frío me corrió por la espina. Así que
apagué el televisor aduciendo cansancio, contra la voluntad de mi mujer que
habría querido seguir viendo esa horrorosa película.
Entonces recordé cómo había
comenzado todo. Aquel domingo de sol en el apogeo del otoño había sido una
verdadera fiesta de colores. Nuestra gata preferida estaba panza arriba
emergiendo apenas entre la montaña de hojas rojas, ocre y oro que juntábamos
para quemar. Cuando me senté a descansar en el banco del fondo del jardín, vino
contoneándose despacio. Sin embargo antes de llegar adonde yo estaba, la
distrajo una planta con hojas verdes y rojas y fue a restregar hocico, cabeza y
lomo contra ella, mientras ronroneaba cariñosamente. El arbusto parecía
corresponderle, como si fuera otro gato o persona a quien la rubia minina
apreciaba más que a mí, que era quien le daba de comer todos los días. La bestezuela
se echó al lado de su amiga vegetal y no quiso acudir a mi llamado. Desde
entonces, decidí prestarle más atención a la intrigante mata. Una tarde al
terminar de regar, le hablé como quien lo hace con una criatura y asombrosamente,
respondió acercando su follaje. Busqué con la mirada a Sara, mi mujer, a ver si
había sido testigo de la curiosa respuesta casi afectiva de la planta, pero
estaba algo alejada. Sin dar crédito y con recelo, tomé una de sus hojas más
próximas suavemente entre mis dedos y la acaricié como haría con la manito de
un bebé. Entonces, la planta se contorsionó y pareció suspirar. En ese momento
sentí una mezcla de prevención y halago, como si estuviera acompañado de una
amiga cariñosa encantada por el trato. Luego tomé mayor conciencia de lo ocurrido
y pasé de la complacencia al temor. Había caído ingenuamente en su influjo,
tardé un minuto en reaccionar. Llamé en voz alta a mi esposa, alejada unos
metros más allá cortando flores para el centro de mesa del comedor, para que
viera lo que pasaba. El grito fastidió a la planta pues retiró la hoja que aún
sostenía entre mis dedos, sobresaltándome de nuevo. Entonces hice mutis por el
foro, parapetándome tras un libro en el más mullido sillón de la sala, como si
no hubiera ocurrido nada. Esa tarde pensé llamar a Francisco, un amigo biólogo,
experto conocedor de las plantas y según él mismo dice: de cómo sienten, de su
conciencia del entorno, que son capaces de ver luces y sombras y a su manera percibir
los colores, las presencias a su alrededor y que cuando uno les habla o pone
música reaccionan exhibiendo mayor lozanía. Recuerdo cuando él contaba esto, yo
asentía, aunque por dentro dudaba. Nunca había imaginado algo así, a pesar de haber
tenido jardín toda mi vida. No me animé a llamarlo pues no quise demostrarle mi
cambio de opinión, resultaba embarazoso hablar de sentimientos de plantas y
felinos y de su inesperado comportamiento. Había sido un episodio difícil de tragar
y era mucho peor compartirlo, hasta que pasó lo que pasó y para entonces ya era
demasiado tarde. Pregunté entonces a Sara el origen de la aludida y dijo que la
vecina le había dado unas semillas hacía unos meses, después de referirse a la
planta como si se tratara de una mascota. Sara se asombró al verla crecer tan
rápido y le daba escalofríos, porque se parecía más a un bicho que a un
vegetal. Por ejemplo, cuando no quería que la regaran, se sacudía como perro
mojado y habiéndola trasplantado durante la tarde al cerco de la entrada, la
encontró a la mañana siguiente en la esquina del fondo, adonde había sembrado
sus semillas originalmente. No podía concebir que se hubiera desplazado por el
parque durante la noche. Después de oír esos comentarios, cometí la imprudencia
de manifestar a viva voz el deseo de echarla a la hoguera en la próxima quema
de hojas, porque causaba espanto, mientras la seguía viendo con los prismáticos
a través de la ventana del primer piso. Lo recuerdo muy bien, fue esa misma
noche, cuando pasaron la película de las plantas carnívoras, que ocurrió el
incendio, se quemó una parte de la casa y nunca supimos cómo.
Luego pedí al
jardinero que se deshiciera de ella. El buen hombre debe haberlo intentado pero
vaya a saber qué pasó, pues se retiró después de hacer el resto de su tarea
dejándola intacta. Nos mudamos al departamento del centro mientras restauraban
la casa y la gatita prefirió a la fitosapiens [i], se quedó en la vieja residencia. Coincidentemente,
en esos días un vecino nos ofreció una suma que nos pareció adecuada y vendimos
el inmueble con mata y gata incluidas. Aunque recordábamos bien lo sucedido, no
alcanzábamos a entenderlo, por eso mismo nos asustaba y no volvimos a hablar de
ello.
Tanto a Sara como a mí nos habría encantado que esta última
fatalidad jamás hubiera ocurrido. Habríamos podido evitarla si hubiéramos
tenido el valor necesario para comprender lo que vimos más de una vez y de
distinta forma durante los meses anteriores. No debimos haberlo ignorado así, teníamos
que haber hecho algo. El miedo que nos inspiraba la maldita planta, no nos
permitió entenderlo claramente, solo atinamos a huir apenas pudimos al
departamento del centro y luego a viajar lo más lejos posible.
Menos mal que ya no había nadie en la casa esa segunda y
última vez. Nosotros estábamos en un crucero rumbo a Río, a más de mil kilómetros
de distancia. Mucho después, cuando vimos las fotos del incendio total de la
vieja casona en los diarios, no lo podíamos creer.
[i] Fitosapiens:
planta que piensa.
domingo, 21 de julio de 2013
D o m i n g o d e O t o ñ o
Aún caen las hojas de otoño llegando el invierno, las arrastro
al caminar y sigo mi paseo hasta que el frío cala mis huesos y retrocedo, busco
abrigo en el hogar… monto la bicicleta fija para entrar en calor y pienso en
los queridos que tengo en Bariloche y Montevideo… ellos también sienten frío y
se calientan en sus hogares… hoy pude hablarles, aunque fuera por unos
minutos pudimos intercambiar el calor de nuestros sentimientos y en esos
efímeros instantes, parecía que la distancia y el tiempo no existieran…
La tarde transcurre entre películas, Internet música,
charlas, juegos, medialunas y café y el domingo se eclipsa como por arte de
magia.
martes, 16 de julio de 2013
O T O Ñ O
Sucedió de a poco, aunque ahora nos parece que pasó volando y
quedamos con ganas de más de lo mejor, de haber logrado mayores éxitos, de no
haber metido la pata tantas veces (aunque, ¿cómo habríamos entendido sin
equivocarnos?)
Quedamos presos de
nuestras fantasías. Habríamos querido amar más profundamente, con más pasión, haber
aprendido mejor, haber perdonado mucho más… haber sabido compartir a pleno
mucho antes, tomado más helados, viajado, atravesado más bosques, con sol o con
lluvia, no importa, desnudos, descalzos, habernos bañado en más playas, haber
tenido más contacto con lo verde y la natura… haber comprendido antes lo bueno
y lo malo que no supimos ver!
Ahora querríamos quedar ahítos
de dulzuras y placeres que no tuvimos y ya no hay tiempo… o no hay medios! Vemos
todo tan hermoso y a la vez, está acotado, ensombrecido por complicaciones.
Cuanto más vemos, más
deseamos, como hipocondríacos del placer, todo resulta más hermoso y asimismo, inaccesible!
¡Cuánto arte, cuánta
música, cuánta belleza, cuántas delicias podríamos absorber con todos nuestros
sentidos en el tiempo que nos queda? ¡Cuántas asignaturas pendientes! ¿Cómo
podríamos conformarnos?
Llega el postrer amor
algo tarde y queremos desbordarlo… aunque bien sabemos que eso, debe degustarse
muy despacio!
¿Cuánto más lograremos disfrutar antes de que la parca maldita nos dé caza?
¿Cuánto más lograremos disfrutar antes de que la parca maldita nos dé caza?
miércoles, 10 de julio de 2013
LA VENTANA
Fue buena la táctica de no contar al médico todo lo que me pasaba. En
cuanto estuve mejor, elegí con cuidado qué decir y qué no decir, hasta que por
fin, el Dr. Martínez dio el alta. ¡Era inaguantable la vida enclaustrada
en ese lugar, estaba quedando loca!
Cuando llegué al departamento donde vivo, en el décimo piso de la calle
Cabildo en Morón cerca de la estación, ya era de noche y había un apagón. Solo
entraba por la ventana el resplandor de la luna enorme que invadía la sala
completamente.
El informativo decía que llovía, sin
embargo yo veía el fulgor de Selene, más grande que el sol y quedé tan
encantada, que esa noche no tuve que dejar prendida la lámpara de la mesita de luz para poder
dormir, como hacía siempre en el hospital.
A la mañana siguiente vino mi hermana Teresa que vivía a una cuadra,
comentando que hacía mucho que llovía sin parar y que había entrado agua en su casa. Estuvimos repasando
recuerdos de nuestra adolescencia, las vacaciones en la estancia, cómo nos
divertíamos cuando llovía, los cuentos de la abuela Dora, las tortas fritas con canela,
las empanadas que goteaban. O con buen tiempo, cuando corríamos a caballo apostando quién
llegaba primera al arroyo, donde nos bañábamos a veces hasta en invierno,
cuando al mediodía el sol daba de lleno en aquel remanso que quedaba quieto y
brillante como el cristal. Por algo se llama Espejo. Cómo añoro todo aquello,
siempre nos encantó el agua, en todas sus formas, nieve, lluvia, río, mar o lo
que fuera, nadábamos como nutrias. Nuestro padre nos llamaba las sirenitas
locas. Revivimos al detalle todas aquellas travesuras.
Ahora nuestras vidas habían cambiado, Tere, tenía dos chicos que criar. Y Jorge, su marido agrónomo no podía ayudarla, ya que trabajaba mucho en el campo,
llegaba a la casa los sábados y volvía a la estancia los
lunes temprano.
En cambio yo, tenía poco o nada que hacer sin marido ni hijos todavía. En
cuanto estuviera más repuesta, iría a nadar al club del barrio o tomaría
vacaciones en alguna playa. Tal vez así yo también encontraría un compañero.
Ahora Teresa no estaba tan sola, los días hábiles podía dedicarme algo de
su tiempo y yo, agradecida.
Cuando se fue me puse a pintar el cuarto mientras escuchaba la radio, hasta
que se hizo de noche. Quedé agotada, pero la habitación quedó hermosa con mis
colores favoritos: verde manzana y celeste claro. Así que comí, eché a andar el
ventilador en el dormitorio y llevé el colchón a la sala para no respirar las
emanaciones de la pintura y en seguida quedé profundamente dormida. Soñé que
era un día de fiesta, a mi edad de diez años en el colegio izaban la bandera y
cantábamos el himno.
Llegó el día y desperté en la sala sorprendida al ver por la ventana
exactamente lo mismo: le hacían los honores a la bandera y cantaban en la
escuela.
Teresa disfrutaba mi compañía porque luego de llevar los chicos a la
guardería y hacer sus tareas, volvió y almorzamos juntas. Trajo “Agnolotti alla
Caruso”, mi plato favorito. Quedé muy contenta por todo lo que hacía por mí
y busqué la forma de compensarla. Ya empezaban los fríos y yo tenía guardado
en el baúl un vestido tejido de lana de cabra muy suave que nunca había usado
porque me quedaba chico, en beige, tostado y marrón. Lo deshice y con esa
misma lana comencé a tejerle un sweater de sorpresa. Fue para lo único que
sirvió la permanencia en el hospital, mejoré mis habilidades de tejedora.
Así las horas pasaron sin sentirlas. Cuando anocheció, recalenté y comí lo que había quedado
del mediodía y pensando en
el mar y las vacaciones encaré a Morfeo sin más trámite. El sueño resultó de
acuerdo a lo que venía deseando: en una playa desierta, el sol brillaba
sobre la costa de olas incitantes. Frente a mí había un regio trampolín
para zambullirme al mar. Estuve muy tentada, pero no lo hice.
La última mañana desperté tarde. Esperé que apareciera Teresa pero no vino,
así que desayuné e hice mi cuarto tranquilamente. Cuando pasé a limpiar la
sala, corrí las cortinas y vi lo mismo que había soñado antes. Entonces, dejé
el escobillón y la pala, me saqué la pollera y los zapatos, abrí bien las dos
hojas de la ventana, subí feliz al trampolín y salté.
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