La madrugada me encontró
escribiendo un mail de reconocimiento a
alguien que encontré en una de mis recientes incursiones a Colonia del Sacramento. Es notable como
la atmósfera del viaje une a los viajeros, cómo dos desconocidos que en Buenos Aires no se habrían
saludado, estuvieron varias horas intercambiando experiencias de
vida, mientras hacían tiempo en un restaurante, hasta la hora de emprender la vuelta en el catamarán a Buenos Aires. Si no hay un buen
libro para matar el tiempo en momentos de espera, es difícil encontrar un
interlocutor válido que estimule a contar cuitas y aprender algo. Cuando se
consigue, da ganas de renovar la conversación con vino o café en más de una oportunidad.
Recuerdo coincidencias
semejantes en el devenir de años y distancias. Aunque es habitual que esos encuentros
no tengan secuelas, a veces quedan grabados en el corazón.
Así fue como
ocurrió con Fermín, un personaje imposible de olvidar. Tuve la suerte de
encontrarlo por aparente casualidad en Heathrow, mientras esperaba partir a
Montreal una fría tarde de enero de 1989 –en realidad las casualidades no
existen. Este fue un caso típico de sincronicidad al mejor estilo Jung.
Yo estaba pasando
un mal momento, mi gran amigo y socio acababa de partir hacia donde no se
vuelve. Una virosis lo acabó sin clemencia ni demora. Lo que sentía estaba
patente y Fermín se dio cuenta. Éramos al principio simples viajeros en una sala
de espera hablando banalidades. Luego, al ir descubriendo cada vez más
coincidencias e intereses comunes en sucesivas circunstancias, pasamos a ser
dilectos amigos frecuentes.
Por haber viajado
tanto, cambiando residencias en países y barrios distintos a través de los
años, muchas fueron las relaciones abandonadas en el recuerdo. Algunas pasaron
a formar la lista de los que reciben notas de felicitación y buenos deseos en
cumpleaños y fiestas. Por suerte o sincronicidad no ocurrió así con Fermín, que
estuvo presente desde aquel día como el mejor de mis familiares. Incluso nos
asociamos para realizar negocios con éxito considerable y luego pasamos a ser verdadera
familia, cuando mi hijo Carlos se casó con su Carmencita.
Todo eso había
sido más que suficiente como consolidación de una amistad iniciada imprevistamente.
Ni él ni yo sospechábamos por aquel entonces los acontecimientos que próximamente
iban a transformar nuestra existencia.
Una tarde de la
primavera del año 1999, cuando hacía más de diez años que nos conocíamos y nos tratábamos como hermanos, un enemigo mutuo, competidor de negocios, nos
denunció como narcotraficantes. Un puñado de policías con orden de cateo, dio
vuelta la oficina que compartíamos desde hacía cinco años, encontrando bolsas
de cocaína escondidas dentro de muñecas de porcelana y otros juguetes que
habíamos importado recientemente de China. Al principio nos defendimos pensando
acertadamente que se trataba de una trampa montada por terceros, sin embargo, nos
endilgaron presuntas pruebas de la dolosa transacción. Todo fue “demostrado” de tal forma que cada uno creyó haber
sido estafado por el otro y el juez, que ambos éramos culpables.
Para cuando luego
de cuatro enervantes meses de trámites, investigaciones, pago de abogados y otros gastos consiguientes,
todo se hubo finalmente aclarado, ya había resultado demasiado tarde. Las dudas
y discusiones habían causado estragos en la relación y nuestro archienemigo con sus calumnias
había triunfado logrando sacarnos de en medio, al liquidar nuestra
sociedad.
Aún nos vemos en los
cumpleaños de nuestros nietos y nos saludamos por compromiso en fiestas
familiares pero ya no es lo mismo.
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