jueves, 31 de octubre de 2013

DEL AYER

Durante el primer lustro de este siglo allá al norte, en el otro hemisferio, solía pasear por la alta montaña y disfrutar de un silencio melodioso y crepuscular que añoro.
Dejaba el auto donde comenzaba el bosque, cargaba la mochila a la espalda y subía hasta el refugio, reservaba lugar para dormir esa noche y dirigía mis pasos por un camino predilecto que bordeaba la parte más alta de la ladera, desde donde divisaba, muy abajo a la izquierda, los meandros enormes del río y el valle verde primaveral. Álamos temblones y altos pinos escoltaban el lado derecho del ancho sendero. Ellos y sus sombras parecían deslizarse acompañando mis pasos. La nieve iba disminuyendo cuanto más abajo miraba y del otro lado, el bosque luminoso arriba y oscuro adentro me trasmitía su ánimo vital con gorjeos, cantos y avistajes de aves, conejos y ardillas, siempre tan laboriosos y movedizos, que ahora iban apagándose como el atardecer. Un pájaro carpintero con su continuo repiqueteo, aportaba ritmo al festejo. Seguía subiendo más allá del bosque y en la cima divisaba imágenes que quitaban el aliento.
Alguna vez, allá muy lejos en el poniente, el firmamento cambiaba sus tonos desde grises plúmbeos a violetas, lacres y rojizos. Podía escuchar el clamor de truenos apagado por la distancia, unas líneas quebradas deslumbrantes anunciaban más tormenta, los nubarrones pesados descargaban su contenido sobre la campiña que había estado esperando ansiosa. El sol agazapado huía, sofocado por la hinchada turba de nubes dispuestas a dar más guerra y solo algunos tímidos fulgores áureos se espantaban del encierro. El aluvión arreciaba aún lejos y por momentos parecía aproximarse.
La brisa se acentuaba trayendo cánticos y aromas húmedos del bosque y su ulular hacía cantar a la montaña. Con la melodía del entorno y la vista de tanta magnificencia quedaba meditando sobre mi vida, alejado de hijos y nietos que pasaban las suyas al sur del planeta, cuya redondez en ese momento podía apreciar mejor hacia el este, donde el horizonte permanecía limpio.
El cielo, como la vida, alterna oscuros matices y claros perfiles que van prodigándose más o menos acompasados ahora, profusos luego. Solo nos resta agradecer y compartir lo que nos brinda.
A veces, para conciliar el sueño en noches solitarias, apelo al recuerdo de aquellos tiempos en las altas montañas del oeste de Norteamérica.

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