martes, 22 de octubre de 2013

La Casa del Molino

Jamás pensé que al volver a la ciudad después de tanto tiempo, me iban a asignar un caso en un paraje tan cercano a donde transcurrió mi juventud, cuatro décadas antes. Tuve que dar cuenta al juez con exactitud de todo lo acaecido en aquel lugar tan caro a mi memoria.
Los vecinos de Milltown, pequeño pueblo cerca de Jersey, habían creído saberlo todo acerca de la pareja que habitaba la casa del molino desde hacía un par de años, pero no fue así.
Me habían contado que durante ese tiempo pudieron conocer algunos de sus hábitos y cualidades, a pesar de haber sido bastante reservados.
Habían dicho que Adela, la mujer, sabía cuidar del jardín y era cierto, porque las rosas aún después de tres semanas sin cuidados, se seguían viendo hermosas. También la escuchaban practicar con el viejo piano, que habían recibido en mal estado y supieron reparar y afinar perfectamente. También se sorprendieron de la pericia de John Darwin, el esposo, que restauró el chalet recibido en malas condiciones. Según contó uno de los mismos vecinos, había tenido la oportunidad conocer a John cuando ambos pescaban en el río cierta mañana y pudo admirar la maestría con que diseñaba sus propias moscas. Cuando John llegaba de pescar apenas pasado el mediodía, preparaban el almuerzo, a menudo trucha grillada. Luego, el silencio posterior indicaba una posible siesta.
Algunas tardes el hombre iba a hacer trámites a Jersey o se quedaba leyendo bajo el nogal junto al molino. Cenaban como a las siete, las imágenes de la televisión se transparentaban a través de las delicadas cortinas de macramé, después la casa quedaba a oscuras. Se levantaban temprano a la mañana siguiente y volvían a sus rutinas. Como excepción destacable, en la semana previa se los había escuchado discutir. Nadie sabía cuál había sido la razón de la desavenencia.
El último día el cartero Phil Dewit, había llegado a la hora del almuerzo, a las doce y media, según informó más tarde. En esa oportunidad, se dio cuenta que John no había probado bocado, porque su plato con la comida intacta había quedado en la cabecera de la mesa, con los cubiertos limpios y la impecable servilleta blanca bien doblada. Según dijo, lo había visto con el rostro desencajado y muy pálido. Adela había convidado al veterano cartero con un café y manifestó haber quedado allí sentado junto a la pareja unos instantes, mientras veía cómo John abría el sobre de mayor tamaño, sellado por la oficina de correos apenas unas horas antes. Dijo que fue retirando en silencio todos los papeles del sobre y los leyó con gesto afligido, sin reprimir sobre el final de la lectura una evidente mueca de disgusto.
Según pude ver más tarde en la esquela, el Dr. Brandon se disculpaba por no haber podido comunicarse telefónicamente. Decía que pasaría a las tres para internarlo él mismo en la clínica y quedó la mencionada esquela, junto con los exámenes médicos sobre el escritorio al lado del teléfono, de donde la levanté luego.
Justamente en el momento de despedirse, el empleado del correo había podido ver cuando John comenzaba a abrir el segundo sobre, el más pequeño, fechado dos días antes. Supongo que en su estado, le habrá costado descifrar la confusa caligrafía de su anciano padre. Cuando después vi la carta ajada en el canasto entre otros desechos, me enteré que el viejo estaba desahuciado, con solo seis meses de vida por delante. Le decía a John, que debían encontrarse pronto para conversar y ver al escribano, pues había decidido legarle las acciones de fondos mutuos que John sabía manejar, la tienda de ferretería adonde había estado trabajando hasta su alejamiento y la casa contigua. Le censuraba su proceder, por haberse ido batiendo puertas después de aquella discusión y no haber mostrado intención de hacer las paces. Agregaba que no le guardaba rencor, que por el contrario, había estado preocupado al no saber nada de él durante tanto tiempo y que no había escrito antes porque nadie sabía cómo encontrarlo. Solo lo lograron gracias a uno de sus empleados, que lo reconoció pocos días antes a pesar de su nueva barba, al verlo frente a un cajero automático de Jersey y lo siguió hasta Milltown, viéndolo entrar en la casa del molino.
No pude confirmar si John alcanzó a leer enteramente la segunda carta. Pero por lo visto, en ese momento tan angustiante, quizás ya no le importaba lo que dijera, por algo la arrojó en el cesto. Se ve que en ese momento tomó la decisión.
De acuerdo a lo informado después por su médico, el hombre habría estado sufriendo tremendos dolores abdominales y cefaleas, una debilidad generalizada y la vista nublada, síntomas propios de la fatal intoxicación. Seguramente había sido a propósito que puso el frasco de veneno para hormigas sobre la mesa frente a la mujer, para que esta lo viera y debe haber tomado el revólver con manos temblorosas, porque el primer disparo salió desviado, aunque no hubo signos de lucha. A la una y media pasadas, la gente de la casa de en frente lo escuchó, la bala quedó metida en la pared detrás de donde estaba sentada la mujer. El segundo tiro fue inmediato y acertó en la frente de la desdichada, sin orificio de salida. El tercero y último demoró unos treinta segundos más, lo incrustó en su propio paladar y destrozó la cabeza. 

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