miércoles, 21 de agosto de 2013

EL FLACO

Jacinto Suárez pensaba en su escenario: se sentía perdido, después de toda una vida familiar afectuosa había quedado solo. Chocó con el auto al tomar la ruta a Bahía Blanca, adonde iba a ver a su hija. Le internaron en el hospital por problemas en la vista, heridas y dificultades motrices, todos resultantes del accidente.
Ellos nunca venían a Buenos Aires, era él quien viajaba cada vez que el aislamiento se volvía inaguantable. Recordaba con dulzura y tristeza a Ana, su mujer, que había fallecido el año anterior de un ataque al corazón. Así que nadie lo acompañaba en ese difícil momento y ahora, casi ciego y con el auto hecho trizas quién sabe si volvería a ver a su familia. Pensó que era justo no haberles dicho que iba, como si hubiera intuido que no llegaría a destino y ahora tampoco les contaba de la situación para no inquietarlos, total, el podía arreglarse solo.
En medio de estos pensamientos, aparecía a veces de improviso el “flaco Pérez”, que ocupaba la cama contigua. Jacinto lo veía como un tipo más joven, alegre y ocurrente. Su oficio, según le escuchó decir, era de mozo de restaurante que había trabajado en San Telmo, la Recoleta y en el sur de Brasil. Hacía ya una semana y media que Jacinto no veía más que sombras y en medio de su desamparo y preocupaciones, “el flaco” era un alivio a su drama. Pérez, a su vez, decía que tenía una afección en el hígado y que lo operarían. El lo ayudaba cuando Jacinto comía o cuando se encaminaba de la cama al baño con dificultad, debido a las heridas en piernas y cuerpo y a su reciente ceguera, a la que creía que nunca se iba a acostumbrar. El baño estaba a cinco pasos de su cama y no había ningún obstáculo que sortear. También había contado nueve pasos hasta la puerta de la habitación, adonde iba todas las mañanas y las tardes que se sentía con fuerzas para caminar un tramo por el pasillo, cuando había alguna enfermera libre que le acompañara.
A veces al despertar, Jacinto sentía al flaco relatar alguna agradable noticia. Con jovialidad y simpatía, hablaba de alguna de sus aventuras o de lo que sucedía en el sanatorio y fuera de él. A través de la ventana, atisbaba la vida de sus vecinos y contaba lo que ocurría, como cuando una vez, mientras ellos desayunaban, se le cayó con gran estruendo chirriante la cortina de enrollar al carnicero de enfrente que no podía levantarla para hacer pasar a los clientes que ya formaban fila; de la pelea entre un taxista casi enano y un enorme chofer del 29, que chocaron en la esquina, el taxi quedó hecho un bollo. De bronca, el petiso enfurecido y a los saltos, quebró el parabrisas del colectivo de varios fierrazos y el del micro no se animaba a bajar; también escuchó la historia de la hija del farmacéutico, que había ido a pasar el verano con sus tíos y primos en Córdoba y acababa de volver encinta, acompañada del causante enamorado, que ahora estaba buscando trabajo de panadero por la zona. Y de la generosidad del jardinero que les cortaba el césped de la entrada de su casa a unos ancianos del barrio sin cobrarles, del varón de casi seis kilos que había nacido aquella madrugada en la maternidad del sanatorio, de la belleza increíble de la nurse del cuarto piso, tan escotada y donosa, que no les podía tomar la presión a los varones, porque éstos se impresionaban tanto al tenerla cerca, volcando su mejor parte hacia ellos, que la presión les subía de golpe y no los podía controlar. Oyó también la ocurrencia del dueño de la florería de enfrente, que le regalaba un pimpollo a cada chica guapa que pasaba por la cuadra y otras anécdotas y bromas que amenizaban las largas jornadas de su encierro involuntario. Jacinto intuía que a veces, el flaco exageraba para asombrarlo o hacerlo reír, pues ante la duda, el tipo reducía el tenor de la proeza modificando el relato. Así fueron sucediéndose los días en que el mozo ofrecía ocurrentes menús de historias para alegrar la vida del viejo, ayudándolo a olvidar su drama.
Por otro lado, Jacinto se sentía en inferioridad de condiciones, pues no tenía esa facilidad de expresión ni carisma, ni historia digna de contar y algunas noches, diciéndose: “¿por qué a mi?” no podía reprimir un callado llanto, al imaginar cómo sería su vida de ciego y entonces pensaba incluso, cómo juntar fuerzas para suicidarse.
Además de estos pensamientos nefastos, seguía discurriendo Jacinto, no podía compararse con Pérez, más joven, hombre  habituado al ruido vertiginoso de la capital y sus locuras, con más calle, más roce social y él en cambio, criado en el campo de pata en el suelo hasta que se mudaron al pueblo, no había tenido amigos ni conversaba con nadie. Empezó el colegio muy tarde y luego se aficionó a los números, único entrenamiento adquirido a la fuerza, contando ganado, pollos, huevos, bolsas de granos y tantos otros productos del campo y del almacén de ramos generales de su tío, donde trabajó desde el primer año del secundario, cuando cumplió los quince años. Se pasaba estudiando aritmética y luego contabilidad, hasta que pudo encontrar trabajo de ayudante de contador en ese oscuro pueblo de campaña. Había llevado una vida chata, de la casa a la oficina de un estudio contable donde nunca pasaba nada. Recordaba el tedio de los fríos inviernos y canículas insoportables, generalmente solo, encerrado en la oficina durante diez o doce horas diarias, seis días a la semana y a veces trabajaba hasta los domingos. Y luego de casado, en aquel modesto departamento alquilado, con su mujer, simple ama de casa con limitadas aspiraciones y estudios. A él le gustó su sonrisa y fue así que se animó a sacarla a bailar aquella tarde de domingo de carnaval en el único club del pueblo, a quince kilómetros del rancho donde nació. Ambos se casaron con más de treinta años de edad, sin haber disfrutado nada de la vida. Ni siquiera habían podido tener una luna de miel normal, ella se embarazó apenas comenzaron a salir y tuvo que estar a quietud para no perder a la única hija que tuvieron, la que ahora estaba en Bahía Blanca. Jacinto siempre había sido tímido y los chistes no le salían bien, entonces qué podía comentar él… nada!
Una madrugada se despertó ante un silencio inusual; su compañero no respondía y temiendo algo malo, se levantó a tientas a ver qué le pasaba, encontró la cama tendida y sola. Por un instante cruzó por su mente la duda, ¿lo habrán llevado a operar o se fue sin saludar…? Intrigado, apretó el timbre hasta que llegó una de las enfermeras, que muy extrañada ante sus preguntas, le dijo que hacia quince días que esa cama no se ocupaba, no conocía a ningún flaco Pérez y además, en la cuadra de enfrente no había nada desde el año pasado, cuando se derrumbó un viejo conventillo. Ahora solo quedaban un terreno baldío y varias casas vacías.
Sin embargo, le dijo que la cama de al lado sería ocupada esa misma tarde por un vecino que tenía un problema de vesícula y lo operarían muy temprano al día siguiente. Cuando Jacinto le preguntó el apellido del nuevo paciente, ella miró la planilla y respondió entre cómplice y asombrada que el apellido era Pérez.
–Y es flaco? –preguntó Jacinto.

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