martes, 20 de agosto de 2013

D E S T I N O

El momento había llegado. Ahora tenía que liberar al viejo tamborilero que aguardaba dentro de la roca. Tomé el formón y le di con la masa. No pude contener un gemido de dolor en mi cabeza y unas gotas de sangre brotaron manchando mi camisa blanca. 
Todo había comenzado hacía quince años. Mi maestro escultor me enseñó a dibujar, a sentir el diseño en la sangre y, desde el corazón, pasarlo a la piedra.
Hacía tiempo que soñaba con este viejo tamborilero africano, como mis propios ancestros, a quienes el ritmo de los parches entusiasmaba participando íntimamente de esa sensación de pertenencia. Del mismo modo, familia y compañeros compartían mi sentir cuando les contaba mis sueños.
Cuando vi aquellos bloques de granito casi azules de tan negros quedé extasiado, así que junté lo que hacía falta, hice cortar uno a la medida real del hombre y lo trajeron con un camión grúa hasta mi lugar de trabajo en lo alto del morro de Tijuca, en Río.
Ya se escuchaban las melodías y el repiquetear de tamboriles en todos los rincones de la ciudad.
Durante aquel contacto, la voz del interior de la piedra, me había hecho comprender que cada golpe que diera sobre su figura lo sentiría en mi propia carne.
Asombrado, algo asustado, pero decidido, seguí trabajando para completar la misión de realizar ese monumento a lo nuestro, que la negra piedra tan bien representaba y debía terminarlo para la inauguración del carnaval. No había tiempo que perder.
Al principio había hecho muchos dibujos. Ahora, tenía la imagen impresa en el corazón, que me iba transmitiendo, sin dudas, dónde golpear con seguridad. Y seguía sangrando con cada golpe de formón. Sentía dolor en la piel, coraje en el alma y la urgencia de liberar al viejo de su prisión para terminar de realizar el mutuo destino que ya intuía.
Todos ayudaban. Calladas, las mujeres curaban mis heridas y me alimentaban. Los amigos pulían el pedestal y mantenían el orden.
Al atardecer del último día llovía. Volvimos a traer la grúa. Colocamos al viejo tamborilero frente al camino donde iba a pasar el desfile. La imponente estatua lanzaba destellos azules alrededor, acentuados por el brillo de la lluvia.
Justo a las siete, el primer cortejo venía subiendo el morro entre fuegos de artificio y los sones de una vieja canción irrumpieron en el ambiente. Confundido con rayos y truenos, un estruendo partió de la escultura arrojando cascotes azabaches a todos lados. Desconcertado, ví cómo el abuelo de piedra se convertía en carne y hueso. Con un grito de dolor y una carcajada se desprendió del zócalo de roca y, empapado de agua y sangre, salió danzando y cantando tras la muchedumbre que no se daba cuenta de lo que ocurría frente a sus ojos.
Comprendiendo finalmente mi destino, de un salto subí al podio –a pesar de los gritos de mi gente que pedía que no lo hiciera— y tomé el lugar que el anciano abandonó, mientras sentía cómo, muy lentamente, de pies a cabeza, mi propia carne morena se iba volviendo negrísima roca.

Mientras el alegre tamborilero se alejaba en medio del gentío, el bullicio se disipaba despacio. La lluvia cesó y por algunos instantes, solo se oyó el llanto de las mujeres que abrazaban mi figura. Al mismo ritmo, sin prisa alguna, venía danzando y cantando una tonada nueva la siguiente comparsa.

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