Todo había
comenzado hacía quince años. Mi maestro escultor me enseñó a dibujar, a sentir
el diseño en la sangre y, desde el corazón, pasarlo a la piedra.
Hacía
tiempo que soñaba con este viejo tamborilero africano, como mis propios ancestros,
a quienes el ritmo de los parches entusiasmaba participando íntimamente de esa sensación
de pertenencia. Del mismo modo, familia y compañeros compartían mi sentir
cuando les contaba mis sueños.
Cuando vi
aquellos bloques de granito casi azules de tan negros quedé extasiado, así que
junté lo que hacía falta, hice cortar uno a la medida real del hombre y lo
trajeron con un camión grúa hasta mi lugar de trabajo en lo alto del morro de
Tijuca, en Río.
Ya se
escuchaban las melodías y el repiquetear de tamboriles en todos los rincones de
la ciudad.
Durante aquel
contacto, la voz del interior de la piedra, me había hecho comprender que cada
golpe que diera sobre su figura lo sentiría en mi propia carne.
Asombrado, algo
asustado, pero decidido, seguí trabajando para completar la misión de realizar ese
monumento a lo nuestro, que la negra piedra tan bien representaba y debía
terminarlo para la inauguración del carnaval. No había tiempo que perder.
Al
principio había hecho muchos dibujos. Ahora, tenía la imagen impresa en el
corazón, que me iba transmitiendo, sin dudas, dónde golpear con seguridad. Y seguía
sangrando con cada golpe de formón. Sentía dolor en la piel, coraje en el alma y
la urgencia de liberar al viejo de su prisión para terminar de realizar el
mutuo destino que ya intuía.
Todos ayudaban.
Calladas, las mujeres curaban mis heridas y me alimentaban. Los amigos pulían
el pedestal y mantenían el orden.
Al
atardecer del último día llovía. Volvimos a traer la grúa. Colocamos al viejo
tamborilero frente al camino donde iba a pasar el desfile. La imponente estatua
lanzaba destellos azules alrededor, acentuados por el brillo de la lluvia.
Justo a las siete, el
primer cortejo venía subiendo el morro entre fuegos de artificio y los sones de
una vieja canción irrumpieron en el ambiente. Confundido con rayos y truenos, un
estruendo partió de la escultura arrojando cascotes azabaches a todos lados. Desconcertado,
ví cómo el abuelo de piedra se convertía en carne y hueso. Con un grito de
dolor y una carcajada se desprendió del zócalo de roca y, empapado de agua y
sangre, salió danzando y cantando tras la muchedumbre que no se daba cuenta de lo
que ocurría frente a sus ojos.
Comprendiendo finalmente
mi destino, de un salto subí al podio –a pesar de los gritos de mi gente que
pedía que no lo hiciera— y tomé el lugar que el anciano abandonó, mientras sentía
cómo, muy lentamente, de pies a cabeza, mi propia carne morena se iba volviendo
negrísima roca.
Mientras el alegre
tamborilero se alejaba en medio del gentío, el bullicio se disipaba despacio. La lluvia cesó y por algunos instantes, solo se oyó el llanto de las mujeres que
abrazaban mi figura. Al mismo ritmo, sin prisa alguna, venía
danzando y cantando una tonada nueva la siguiente comparsa.
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