martes, 6 de agosto de 2013

LA FITOSAPIENS

Aquella noche miré por la ventana del dormitorio del primer piso, al rincón del jardín donde estaba la misteriosa planta, deseando que nunca hubiera existido y cuando la enfoqué con los prismáticos en la media luz de la noche estrellada, pareció que saludaba o tal vez fuera el viento cómplice en aquel confín del parque. Esa noche como siempre, Sara y yo charlamos de todo un poco, comentamos sobre los progresos del nieto nacido el mes anterior, de los candidatos que se habían presentado para las elecciones y vimos TV hasta que apareció un film de ciencia-ficción donde unas plantas carnívoras de otra galaxia invadían la tierra y un sudor frío me corrió por la espina. Así que apagué el televisor aduciendo cansancio, contra la voluntad de mi mujer que habría querido seguir viendo esa horrorosa película.
Entonces recordé cómo había comenzado todo. Aquel domingo de sol en el apogeo del otoño había sido una verdadera fiesta de colores. Nuestra gata preferida estaba panza arriba emergiendo apenas entre la montaña de hojas rojas, ocre y oro que juntábamos para quemar. Cuando me senté a descansar en el banco del fondo del jardín, vino contoneándose despacio. Sin embargo antes de llegar adonde yo estaba, la distrajo una planta con hojas verdes y rojas y fue a restregar hocico, cabeza y lomo contra ella, mientras ronroneaba cariñosamente. El arbusto parecía corresponderle, como si fuera otro gato o persona a quien la rubia minina apreciaba más que a mí, que era quien le daba de comer todos los días. La bestezuela  se echó al lado de su amiga vegetal y no quiso acudir a mi llamado. Desde entonces, decidí prestarle más atención a la intrigante mata. Una tarde al terminar de regar, le hablé como quien lo hace con una criatura y asombrosamente, respondió acercando su follaje. Busqué con la mirada a Sara, mi mujer, a ver si había sido testigo de la curiosa respuesta casi afectiva de la planta, pero estaba algo alejada. Sin dar crédito y con recelo, tomé una de sus hojas más próximas suavemente entre mis dedos y la acaricié como haría con la manito de un bebé. Entonces, la planta se contorsionó y pareció suspirar. En ese momento sentí una mezcla de prevención y halago, como si estuviera acompañado de una amiga cariñosa encantada por el trato. Luego tomé mayor conciencia de lo ocurrido y pasé de la complacencia al temor. Había caído ingenuamente en su influjo, tardé un minuto en reaccionar. Llamé en voz alta a mi esposa, alejada unos metros más allá cortando flores para el centro de mesa del comedor, para que viera lo que pasaba. El grito fastidió a la planta pues retiró la hoja que aún sostenía entre mis dedos, sobresaltándome de nuevo. Entonces hice mutis por el foro, parapetándome tras un libro en el más mullido sillón de la sala, como si no hubiera ocurrido nada. Esa tarde pensé llamar a Francisco, un amigo biólogo, experto conocedor de las plantas y según él mismo dice: de cómo sienten, de su conciencia del entorno, que son capaces de ver luces y sombras y a su manera percibir los colores, las presencias a su alrededor y que cuando uno les habla o pone música reaccionan exhibiendo mayor lozanía. Recuerdo cuando él contaba esto, yo asentía, aunque por dentro dudaba. Nunca había imaginado algo así, a pesar de haber tenido jardín toda mi vida. No me animé a llamarlo pues no quise demostrarle mi cambio de opinión, resultaba embarazoso hablar de sentimientos de plantas y felinos y de su inesperado comportamiento. Había sido un episodio difícil de tragar y era mucho peor compartirlo, hasta que pasó lo que pasó y para entonces ya era demasiado tarde. Pregunté entonces a Sara el origen de la aludida y dijo que la vecina le había dado unas semillas hacía unos meses, después de referirse a la planta como si se tratara de una mascota. Sara se asombró al verla crecer tan rápido y le daba escalofríos, porque se parecía más a un bicho que a un vegetal. Por ejemplo, cuando no quería que la regaran, se sacudía como perro mojado y habiéndola trasplantado durante la tarde al cerco de la entrada, la encontró a la mañana siguiente en la esquina del fondo, adonde había sembrado sus semillas originalmente. No podía concebir que se hubiera desplazado por el parque durante la noche. Después de oír esos comentarios, cometí la imprudencia de manifestar a viva voz el deseo de echarla a la hoguera en la próxima quema de hojas, porque causaba espanto, mientras la seguía viendo con los prismáticos a través de la ventana del primer piso. Lo recuerdo muy bien, fue esa misma noche, cuando pasaron la película de las plantas carnívoras, que ocurrió el incendio, se quemó una parte de la casa y nunca supimos cómo.
Luego pedí al jardinero que se deshiciera de ella. El buen hombre debe haberlo intentado pero vaya a saber qué pasó, pues se retiró después de hacer el resto de su tarea dejándola intacta. Nos mudamos al departamento del centro mientras restauraban la casa y la gatita prefirió a la fitosapiens [i], se quedó en la vieja residencia. Coincidentemente, en esos días un vecino nos ofreció una suma que nos pareció adecuada y vendimos el inmueble con mata y gata incluidas. Aunque recordábamos bien lo sucedido, no alcanzábamos a entenderlo, por eso mismo nos asustaba y no volvimos a hablar de ello.
Tanto a Sara como a mí nos habría encantado que esta última fatalidad jamás hubiera ocurrido. Habríamos podido evitarla si hubiéramos tenido el valor necesario para comprender lo que vimos más de una vez y de distinta forma durante los meses anteriores. No debimos haberlo ignorado así, teníamos que haber hecho algo. El miedo que nos inspiraba la maldita planta, no nos permitió entenderlo claramente, solo atinamos a huir apenas pudimos al departamento del centro y luego a viajar lo más lejos posible.
Menos mal que ya no había nadie en la casa esa segunda y última vez. Nosotros estábamos en un crucero rumbo a Río, a más de mil kilómetros de distancia. Mucho después, cuando vimos las fotos del incendio total de la vieja casona en los diarios, no lo podíamos creer.


[i] Fitosapiens: planta que piensa.

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