Siendo niños, a veces mi padre nos sorprendía después de cenar con
alguna golosina y un cuento, así que había que lavarse los dientes, estar bien
tapados en invierno y disponerse a escuchar.
En aquellos días vivíamos en el barrio de Pocitos, en Montevideo, en una
casa de altos, con veinticuatro escalones que yo subía con cierta dificultad cuando
volvía del jardín escolar. Luego fui haciéndolo con más facilidad, los trepaba de
a dos o tres en mi adolescencia y los bajaba de a cuatro o cinco.
Ya casado y con hijas, era yo el que contaba los cuentos en otra casa,
en el barrio de Punta Chica, Partido de San Fernando, en la Zona Norte de Buenos Aires. Era un chalet con jardín y un perro que ladraba
queriendo entrar para escuchar el cuento él también. A veces, lo dejábamos pasar
y se sentaba en medio de la habitación mirándome atentamente y dando pequeños
aullidos de satisfacción, tal como si estuviera entendiendo lo que escuchaba.
Hace poco fui a visitar aquella casa paterna de Montevideo para recordar los
viejos tiempos, todavía está bien guapa, pintada de otros colores y me pareció algo más pequeña. ya no pude subir y bajar la escalera tan rápido como antes,
fue más parecido a cuando iba a la escuela.
Ahora son mis hijas las que cuentan cuentos a mis nietos, porque
vivimos en ciudades distintas, tengo escasas oportunidades de verlos y además
los relatos actuales no son tan cruentos como los que yo contaba, de la selva, con
animales feroces y los de terror que ahora no se animan a transmitirles, lo
cual me parece bien, el mundo ya tiene suficiente violencia y malos tratos.
Esa es una mejor manera de comenzar la vida, con amor y paz. Ahora el
lobo es un buen tipo que no quiere comerse a la abuelita ni a Caperucita Roja,
lo que busca es la receta de las deliciosas galletitas, que secretamente guarda
la simpática anciana en un cajón de la cocina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario