miércoles, 14 de abril de 2010

PERRO FLACO. Cuento, por Carlos R. Curiel


Saltaron los goznes y finalmente cedió la puerta de la caja de caudales empotrada en la pared, detrás del cuadro con la figura del prócer. Raramente, dio más trabajo abrir el pequeño cofre de bronce bruñido que allí se encontraba.
Nada de lo que le había dicho su compañero de celda, encontró allí, sólo documentos sin valor, unas pocas fotos amarillas y un gastado anillo de plata.
Escudriñó debajo y dentro del colchón, en las cajas de galletitas, azúcar, yerba y demás latas de la cocina, dentro de los vetustos libros de la descuidada biblioteca. Entre telas de araña, hurgó en los rincones más oscuros. Ni un retazo de suelo, ni de las paredes, ni de las tablas del techo quedó sano. Los cuadros desgajados quedaron desparramados por el suelo.
Cuando el delincuente se fue, la casa quedó irreconocible, totalmente destruida y ahora, se llovía profusamente, por las tejas faltantes, que no fueron descartadas de la afanosa búsqueda.
Todo ocurrió durante las horas de la siesta del domingo. Los vecinos dijeron que no vieron ni escucharon nada y no es fácil de creer.
Saltando como gato desde una terraza de la casa vecina, que estaba a medio construir, gracias a su extrema delgadez, que le ayudó a escapar de la prisión, ahora pudo entrar por un ventanuco de la azotea, cuya reja forzó, haciendo palanca con un hierro que seguramente halló en la obra de al lado y que ahora, descartado, yacía en el piso de la azotea.
Al perro lo durmió con algún spray, porque siguió así hasta el día siguiente, cuando vino la desconsiderada parienta para supuestamente alimentar a ambos, como lo hacía con mucho menos asiduidad de la necesaria.
Ese lunes, había ido al mediodía, porque se había quedado dormida. El pobre animal, se veía escuálido, mientras gemía por el muerto, al que visiblemente había estado tratando de despertar sin resultado. Con el alboroto y sin la indispensable intención caritativa, a la mujer, ni se le ocurrió alimentarlo.
El ingeniero no sufrió, no había pruebas de castigo, según dijo el forense. Lo que sí notó, fue que al igual que el perro, hacía mucho tiempo que se venía debilitando por inanición.
Blanco como el papel por la anemia, el hombre se fue apagando como una vela. Cuando llegó el ladrón, el anciano ya estaba desfalleciente y tuvo un paro cardíaco final debido al susto, ante el violento requerimiento del intruso, respecto de dónde guardaba su dinero.
Le habían pasado un dato erróneo al ex preso. Es evidente que en ese cofre de bronce, dentro de la caja de caudales, el veterano profesional no tenía nada de valor, por más que los vecinos siempre hablaban de que allí guardaba un apreciable tesoro y que no gastaba nada, de puro avaro, como si eso pudiera permitirle vivir más tiempo.
La hija postiza, estaba desesperada, parecía que se la llevaba el diablo. Secretamente, estaba convencida de que hallaría algo en la casa que le redituaría las horas perdidas atendiendo al viejo que tanto le repugnaba. Lo hacía con la esperanza de encontrar el tesoro celosamente guardado del que todos hablaban. Pensaba que el ladrón, anticipadamente, le había robado a ella, lo que se había “ganado” con tanto esfuerzo y era por eso, no por el muerto, que lloraba frustrada. Su único alivio, era que ya no tendría que seguirse ocupando de él.
Desde que su madre murió dejó de cuidar al viejo, ya que nadie se lo imponía ahora y éste se fue deprimiendo cada vez más.
Todos se fueron –después que se llevaron el cadáver. Solamente quedó en la casa el consumido perro, aullando lastimeramente, sin que nadie se ocupara de su dudoso destino, sin amo y sin alimento.
Muchas horas transcurrieron. Aún arreciaba la tormenta cuando el escuálido animal, totalmente mojado, buscó un rincón donde guarecerse de las profusas goteras del techo.
Husmeó afanosamente bajo las tablas del piso y se metió dentro de un gran agujero, adonde el ladrón había estado hurgando la tarde anterior.
Después de escarbar por largo rato, emergió con una bolsa de grueso polietileno, impresa con el logo de una marca conocida de alimento balanceado entre sus fauces y al romperla, aparecieron diez fajos de a cien billetes verdes con la imagen de Benjamín Franklin impresa en el medio. Los olió e inmediatamente, se puso a masticarlos con voracidad digna de mejor comida.

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