Jamás
pensé que al volver a la ciudad después de tanto tiempo, me iban a asignar un
caso en un paraje tan cercano a donde transcurrió mi juventud, cuatro décadas antes.
Tuve que dar cuenta al juez con exactitud de todo lo acaecido en aquel
lugar tan caro a mi memoria.
Los
vecinos de Milltown, pequeño pueblo cerca
de Jersey, habían creído saberlo todo acerca de la pareja que habitaba la casa
del molino desde hacía un par de años, pero no fue así.
Me
habían contado que durante ese tiempo pudieron conocer algunos de sus hábitos y
cualidades, a pesar de haber sido bastante reservados.
Habían
dicho que Adela, la mujer, sabía cuidar del jardín y era cierto, porque las
rosas aún después de tres semanas sin cuidados, se seguían viendo hermosas. También
la escuchaban practicar con el viejo piano, que habían recibido en mal estado y
supieron reparar y afinar perfectamente. También se sorprendieron de la pericia
de John Darwin, el esposo, que restauró el chalet recibido en malas
condiciones. Según contó uno de los mismos vecinos, había tenido la oportunidad
conocer a John cuando ambos pescaban en el río cierta mañana y pudo admirar la
maestría con que diseñaba sus propias moscas. Cuando John llegaba de pescar
apenas pasado el mediodía, preparaban el almuerzo, a menudo trucha grillada. Luego,
el silencio posterior indicaba una posible siesta.
Algunas
tardes el hombre iba a hacer trámites a Jersey o se quedaba leyendo bajo el
nogal junto al molino. Cenaban como a las siete, las imágenes de la televisión
se transparentaban a través de las delicadas cortinas de macramé, después la
casa quedaba a oscuras. Se levantaban temprano a la mañana siguiente y volvían
a sus rutinas. Como excepción destacable, en la semana previa se los había
escuchado discutir. Nadie sabía cuál había sido la razón de la desavenencia.
El
último día el cartero Phil Dewit, había llegado a la hora del almuerzo, a las doce
y media, según informó más tarde. En esa oportunidad, se dio cuenta que John no
había probado bocado, porque su plato con la comida intacta había quedado en la
cabecera de la mesa, con los cubiertos limpios y la impecable servilleta blanca
bien doblada. Según dijo, lo había visto con el rostro desencajado y muy pálido.
Adela había convidado al veterano cartero con un café y manifestó haber quedado
allí sentado junto a la pareja unos instantes, mientras veía cómo John abría el
sobre de mayor tamaño, sellado por la oficina de correos apenas unas horas
antes. Dijo que fue retirando en silencio todos los papeles del sobre y los leyó
con gesto afligido, sin reprimir sobre el final de la lectura una evidente
mueca de disgusto.
Según
pude ver más tarde en la esquela, el Dr. Brandon se disculpaba por no haber
podido comunicarse telefónicamente. Decía que pasaría a las tres para internarlo
él mismo en la clínica y quedó la mencionada esquela, junto con los exámenes
médicos sobre el escritorio al lado del teléfono, de donde la levanté luego.
Justamente
en el momento de despedirse, el empleado del correo había podido ver cuando
John comenzaba a abrir el segundo sobre, el más pequeño, fechado dos días
antes. Supongo que en su estado, le habrá costado descifrar la confusa
caligrafía de su anciano padre. Cuando después vi la carta ajada en el canasto entre
otros desechos, me enteré que el viejo estaba desahuciado, con solo seis meses de
vida por delante. Le decía a John, que debían encontrarse pronto para conversar
y ver al escribano, pues había decidido legarle las acciones de fondos mutuos
que John sabía manejar, la tienda de ferretería adonde había estado trabajando
hasta su alejamiento y la casa contigua. Le censuraba su proceder, por haberse ido
batiendo puertas después de aquella discusión y no haber mostrado intención de
hacer las paces. Agregaba que no le guardaba rencor, que por el contrario,
había estado preocupado al no saber nada de él durante tanto tiempo y que no había
escrito antes porque nadie sabía cómo encontrarlo. Solo lo lograron gracias a
uno de sus empleados, que lo reconoció pocos días antes a pesar de su nueva
barba, al verlo frente a un cajero automático de Jersey y lo siguió hasta Milltown,
viéndolo entrar en la casa del molino.
No
pude confirmar si John alcanzó a leer enteramente la segunda carta. Pero por lo
visto, en ese momento tan angustiante, quizás ya no le importaba lo que dijera,
por algo la arrojó en el cesto. Se ve que en ese momento tomó la decisión.
De
acuerdo a lo informado después por su médico, el hombre habría estado sufriendo
tremendos dolores abdominales y cefaleas, una debilidad generalizada y la vista
nublada, síntomas propios de la fatal intoxicación. Seguramente había sido a
propósito que puso el frasco de veneno para hormigas sobre la mesa frente a la
mujer, para que esta lo viera y debe haber tomado el revólver con manos
temblorosas, porque el primer disparo salió desviado, aunque no hubo signos de
lucha. A la una y media pasadas, la gente de la casa de en frente lo escuchó, la
bala quedó metida en la pared detrás de donde estaba sentada la mujer. El
segundo tiro fue inmediato y acertó en la frente de la desdichada, sin orificio
de salida. El tercero y último demoró unos treinta segundos más, lo incrustó
en su propio paladar y destrozó la cabeza.