La Reina del Adriático estaba triste
aquel atardecer de agosto
de hace mucho tiempo.
Sólo unos atisbos de luces rojizas
se dejaban ver en el poniente.
Desde el puente veíamos venir
las góndolas y sus remeros de pie,
que las impulsaban lentamente
con su único remo
y desaparecían debajo nuestro.
Una brillante llovizna
acariciaba su rostro y su pecho:
era la mia bella principessa!
Su fragancia me envolvía.
Su fragancia me envolvía.
El coro de una capilla cercana
brindaba un marco sagrado
a esos momentos divinos.
La lluvia y sus riachos crecieron
y tuvimos que guarecernos
bajo un precario techo...
Un borracho con su botija de vino,
en medio de un soliloquio indescifrable,
pasó sin vernos.
Sus ojos almendrados
me miraron tiernamente,
luego nos besamos hasta anochecer
y nos fuimos hacia el puerto.
Ella partió a Sudamérica,
sin destino cierto.
A veces me arrepiento
de no haberme ido con ella!
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