Manuel estaba cansado, sus sesenta y cinco años de trabajos duros en el
campo le pesaban. Hacía changas en Puerto Huemul y alrededores y de vez en
cuando iba a visitar a sus hijos en Bariloche.
Cuando falleció Alicia, su mujer y los hijos se casaron, se fue para no
estorbar, decía él, pero pronto cumpliría los ochenta, lo que marcaba el fin de
esa etapa. Era un tiempo de añoranzas, la vuelta al pago, al hogar.
En su mochila cargaba unas pocas pertenencias y en su corazón, algunas
esperanzas. Sus amigos ya no estaban, pero tenía dos nietos que aún no conocía
y al más pequeño lo iban a bautizar Manuel, igual que él.
Partió antes del mediodía en micro, pero éste se averió antes de llegar.
Como aún era temprano, no quiso esperar y comenzó a caminar. Él ya había
recorrido ese sendero bordeado de álamos y pinos muchas veces.
Los primeros brotes asomaban anunciando otro ciclo de nueva vida resurgiendo
como siempre, sin prisa, lentamente.
Se sentó a descansar a orillas de un arroyo
tranquilo que luego debería vadear, sin advertir que alguien lo vigilaba.
Soñó con una mujer con vestido largo negro y al despertar ahí
estaba ella, pensativa, mirando la corriente sin decidirse a cruzarla.
Manuel le ofreció ayuda, pensó que todavía le quedaban fuerzas.
Al abrazarla, sintió un gran alivio…
El último cóndor que volvía hacia su nido los escoltó parte del viaje.
Al abrazarla, sintió un gran alivio…
El último cóndor que volvía hacia su nido los escoltó parte del viaje.
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