Fue buena la táctica de no contar al médico todo lo que me pasaba. En
cuanto estuve mejor, elegí con cuidado qué decir y qué no decir, hasta que por
fin, el Dr. Martínez dio el alta. ¡Era inaguantable la vida enclaustrada
en ese lugar, estaba quedando loca!
Cuando llegué al departamento donde vivo, en el décimo piso de la calle
Cabildo en Morón cerca de la estación, ya era de noche y había un apagón. Solo
entraba por la ventana el resplandor de la luna enorme que invadía la sala
completamente.
El informativo decía que llovía, sin
embargo yo veía el fulgor de Selene, más grande que el sol y quedé tan
encantada, que esa noche no tuve que dejar prendida la lámpara de la mesita de luz para poder
dormir, como hacía siempre en el hospital.
A la mañana siguiente vino mi hermana Teresa que vivía a una cuadra,
comentando que hacía mucho que llovía sin parar y que había entrado agua en su casa. Estuvimos repasando
recuerdos de nuestra adolescencia, las vacaciones en la estancia, cómo nos
divertíamos cuando llovía, los cuentos de la abuela Dora, las tortas fritas con canela,
las empanadas que goteaban. O con buen tiempo, cuando corríamos a caballo apostando quién
llegaba primera al arroyo, donde nos bañábamos a veces hasta en invierno,
cuando al mediodía el sol daba de lleno en aquel remanso que quedaba quieto y
brillante como el cristal. Por algo se llama Espejo. Cómo añoro todo aquello,
siempre nos encantó el agua, en todas sus formas, nieve, lluvia, río, mar o lo
que fuera, nadábamos como nutrias. Nuestro padre nos llamaba las sirenitas
locas. Revivimos al detalle todas aquellas travesuras.
Ahora nuestras vidas habían cambiado, Tere, tenía dos chicos que criar. Y Jorge, su marido agrónomo no podía ayudarla, ya que trabajaba mucho en el campo,
llegaba a la casa los sábados y volvía a la estancia los
lunes temprano.
En cambio yo, tenía poco o nada que hacer sin marido ni hijos todavía. En
cuanto estuviera más repuesta, iría a nadar al club del barrio o tomaría
vacaciones en alguna playa. Tal vez así yo también encontraría un compañero.
Ahora Teresa no estaba tan sola, los días hábiles podía dedicarme algo de
su tiempo y yo, agradecida.
Cuando se fue me puse a pintar el cuarto mientras escuchaba la radio, hasta
que se hizo de noche. Quedé agotada, pero la habitación quedó hermosa con mis
colores favoritos: verde manzana y celeste claro. Así que comí, eché a andar el
ventilador en el dormitorio y llevé el colchón a la sala para no respirar las
emanaciones de la pintura y en seguida quedé profundamente dormida. Soñé que
era un día de fiesta, a mi edad de diez años en el colegio izaban la bandera y
cantábamos el himno.
Llegó el día y desperté en la sala sorprendida al ver por la ventana
exactamente lo mismo: le hacían los honores a la bandera y cantaban en la
escuela.
Teresa disfrutaba mi compañía porque luego de llevar los chicos a la
guardería y hacer sus tareas, volvió y almorzamos juntas. Trajo “Agnolotti alla
Caruso”, mi plato favorito. Quedé muy contenta por todo lo que hacía por mí
y busqué la forma de compensarla. Ya empezaban los fríos y yo tenía guardado
en el baúl un vestido tejido de lana de cabra muy suave que nunca había usado
porque me quedaba chico, en beige, tostado y marrón. Lo deshice y con esa
misma lana comencé a tejerle un sweater de sorpresa. Fue para lo único que
sirvió la permanencia en el hospital, mejoré mis habilidades de tejedora.
Así las horas pasaron sin sentirlas. Cuando anocheció, recalenté y comí lo que había quedado
del mediodía y pensando en
el mar y las vacaciones encaré a Morfeo sin más trámite. El sueño resultó de
acuerdo a lo que venía deseando: en una playa desierta, el sol brillaba
sobre la costa de olas incitantes. Frente a mí había un regio trampolín
para zambullirme al mar. Estuve muy tentada, pero no lo hice.
La última mañana desperté tarde. Esperé que apareciera Teresa pero no vino,
así que desayuné e hice mi cuarto tranquilamente. Cuando pasé a limpiar la
sala, corrí las cortinas y vi lo mismo que había soñado antes. Entonces, dejé
el escobillón y la pala, me saqué la pollera y los zapatos, abrí bien las dos
hojas de la ventana, subí feliz al trampolín y salté.
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