Un gran aerolito, de tantos que caen sobre nuestro
planeta de vez en cuando, casi me destroza. No lo vi a tiempo y tuve que apelar
a toda mi destreza aerodinámica para esquivarlo a último momento.
Cayó formando un enorme hoyo ovalado. La tremenda
roca era más grande que cien ballenas azules juntas.
Unas gruesas columnas de humo mostraban desde
lejos, el sitio de su aterrizaje.
Del hombre que me crió aprendí que estos
meteoritos podían provenir de cualquier lugar del universo, muchos de ellos
habían formado parte del cometa Halley, que al pasar por nuestra atmósfera,
pierde restos de su cola.
Otros son fracciones de asteroides, fragmentos de
pequeños planetas creados hace 4.600 millones de años mientras se formaba la
Tierra.
Curioso estuve vigilando la gran roca, parecía haber
adivinado que traía algo especial.
Tres días más tarde, ya casi no humeaba y una
gruesa rajadura, se ensanchó hasta dar paso a una gran cabeza de reptil. Le
costó mucho seguir emergiendo y al final lo logró abruptamente, al pasar su
caparazón. Solamente se trataba de una gran tortuga de color tostado, del
tamaño de un elefante de la India.
Su gran cabeza, al final de un cogote largo giraba
de un lado a otro olfateando, buscando agua. Pronto decidió su rumbo y con gran
determinación comenzó a avanzar.
Como notas de un pentagrama surgían tras de su
andar las huellas que dejaba sobre la arena, trazas secas en el desierto, que
recordaban las estelas de los grandes cetáceos y embarcaciones en el mar.
Siguió caminando durante todo la tarde sin demostrar cansancio, hasta que llegó
a una especie de oasis. Se zambulló en un fangal y retozó hasta que encontró
unas hojas verdes que comenzó a comer despacio al principio y después con gran
voracidad.
Una piara de yeguas salvajes llegó a la misma
charca para beber y refrescarse. La tortuga cósmica las miró sin dejar de engullir.
Una yegua rojiza se acercó curiosa a ver mejor al
gran quelonio, que dio un resoplido y luego dos más. La potranca se sintió intimidada
y relinchó, llamando a sus compañeras, que acudieron presurosas. La tortuga
continuó con sordos rezongos, a lo que la yegua madrina, totalmente negra, se
acercó y le contestó con relinchos y resoplidos propios de su especie.
Yo asistía al intercambio, mientras descansaba
sobre los cuernos de una cabeza de buey, sobre una cima del suelo arcilloso del
desierto. La tortuga buscaba el mar.
La yegua le dio una idea del trayecto que debía
seguir, hasta que oliera la presencia del océano.
Quedé
mirando a las yeguas y potrillos durante un tiempo. Luego me elevé hasta la
cumbre del cerro, para confirmar la ruta que había tomado la tortuga, era mi
área de vuelo permanente y sabía que la llevaría correctamente a la costa.
Al
bajar, una paloma plateada, pudo escabullirse de mis garras, cinco veces
seguidas y solamente mi empecinamiento y su terror, me permitieron llevar al
pico el sabroso bocado.
Luego
de mi entretenimiento circunstancial, volví a fijar mis ojos en la bicha
techada, que avanzaba cada vez más rápido.
Una
bandada de gansos salvajes enormes, guardando su disciplinada alineación en V,
pasaron cerca de mí, graznando orgullosos, desafiándome. Yo estaba parapetado
sobre la cumbre de la montaña más alta, así que los perseguí, sin afán de
atacarlos, pero se me vinieron encima en formación cerrada, obligándome a subir
hasta donde ya no podían respirar, para lograr que abandonaran el acoso los
feroces gansos, retomando su curso de vuelo hacia el sur.
Luego
volví sin prisa a perseguir a la visitante de otro mundo. Sabía que con un poco
de paciencia, tarde o temprano estaría comiendo unos sabrosos huevos frescos.
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