Aquella noche miré por la ventana del dormitorio del primer piso, al
rincón del jardín donde estaba la misteriosa planta, deseando que nunca hubiera
existido y cuando la enfoqué con los prismáticos en la media luz de la noche
estrellada, pareció que saludaba o tal vez fuera el viento cómplice en aquel
confín del parque. Esa noche como siempre, Sara y yo charlamos de todo un poco,
comentamos sobre los progresos del nieto nacido el mes anterior, de los
candidatos que se habían presentado para las elecciones y vimos TV hasta que
apareció un film de ciencia-ficción donde unas plantas carnívoras de otra
galaxia invadían la tierra y un sudor frío me corrió por la espina. Así que
apagué el televisor aduciendo cansancio, contra la voluntad de mi mujer que
habría querido seguir viendo esa horrorosa película.
Entonces recordé cómo había
comenzado todo. Aquel domingo de sol en el apogeo del otoño había sido una
verdadera fiesta de colores. Nuestra gata preferida estaba panza arriba
emergiendo apenas entre la montaña de hojas rojas, ocre y oro que juntábamos
para quemar. Cuando me senté a descansar en el banco del fondo del jardín, vino
contoneándose despacio. Sin embargo antes de llegar adonde yo estaba, la
distrajo una planta con hojas verdes y rojas y fue a restregar hocico, cabeza y
lomo contra ella, mientras ronroneaba cariñosamente. El arbusto parecía
corresponderle, como si fuera otro gato o persona a quien la rubia minina
apreciaba más que a mí, que era quien le daba de comer todos los días. La bestezuela
se echó al lado de su amiga vegetal y no quiso acudir a mi llamado. Desde
entonces, decidí prestarle más atención a la intrigante mata. Una tarde al
terminar de regar, le hablé como quien lo hace con una criatura y asombrosamente,
respondió acercando su follaje. Busqué con la mirada a Sara, mi mujer, a ver si
había sido testigo de la curiosa respuesta casi afectiva de la planta, pero
estaba algo alejada. Sin dar crédito y con recelo, tomé una de sus hojas más
próximas suavemente entre mis dedos y la acaricié como haría con la manito de
un bebé. Entonces, la planta se contorsionó y pareció suspirar. En ese momento
sentí una mezcla de prevención y halago, como si estuviera acompañado de una
amiga cariñosa encantada por el trato. Luego tomé mayor conciencia de lo ocurrido
y pasé de la complacencia al temor. Había caído ingenuamente en su influjo,
tardé un minuto en reaccionar. Llamé en voz alta a mi esposa, alejada unos
metros más allá cortando flores para el centro de mesa del comedor, para que
viera lo que pasaba. El grito fastidió a la planta pues retiró la hoja que aún
sostenía entre mis dedos, sobresaltándome de nuevo. Entonces hice mutis por el
foro, parapetándome tras un libro en el más mullido sillón de la sala, como si
no hubiera ocurrido nada. Esa tarde pensé llamar a Francisco, un amigo biólogo,
experto conocedor de las plantas y según él mismo dice: de cómo sienten, de su
conciencia del entorno, que son capaces de ver luces y sombras y a su manera percibir
los colores, las presencias a su alrededor y que cuando uno les habla o pone
música reaccionan exhibiendo mayor lozanía. Recuerdo cuando él contaba esto, yo
asentía, aunque por dentro dudaba. Nunca había imaginado algo así, a pesar de haber
tenido jardín toda mi vida. No me animé a llamarlo pues no quise demostrarle mi
cambio de opinión, resultaba embarazoso hablar de sentimientos de plantas y
felinos y de su inesperado comportamiento. Había sido un episodio difícil de tragar
y era mucho peor compartirlo, hasta que pasó lo que pasó y para entonces ya era
demasiado tarde. Pregunté entonces a Sara el origen de la aludida y dijo que la
vecina le había dado unas semillas hacía unos meses, después de referirse a la
planta como si se tratara de una mascota. Sara se asombró al verla crecer tan
rápido y le daba escalofríos, porque se parecía más a un bicho que a un
vegetal. Por ejemplo, cuando no quería que la regaran, se sacudía como perro
mojado y habiéndola trasplantado durante la tarde al cerco de la entrada, la
encontró a la mañana siguiente en la esquina del fondo, adonde había sembrado
sus semillas originalmente. No podía concebir que se hubiera desplazado por el
parque durante la noche. Después de oír esos comentarios, cometí la imprudencia
de manifestar a viva voz el deseo de echarla a la hoguera en la próxima quema
de hojas, porque causaba espanto, mientras la seguía viendo con los prismáticos
a través de la ventana del primer piso. Lo recuerdo muy bien, fue esa misma
noche, cuando pasaron la película de las plantas carnívoras, que ocurrió el
incendio, se quemó una parte de la casa y nunca supimos cómo.
Luego pedí al
jardinero que se deshiciera de ella. El buen hombre debe haberlo intentado pero
vaya a saber qué pasó, pues se retiró después de hacer el resto de su tarea
dejándola intacta. Nos mudamos al departamento del centro mientras restauraban
la casa y la gatita prefirió a la fitosapiens [i], se quedó en la vieja residencia. Coincidentemente,
en esos días un vecino nos ofreció una suma que nos pareció adecuada y vendimos
el inmueble con mata y gata incluidas. Aunque recordábamos bien lo sucedido, no
alcanzábamos a entenderlo, por eso mismo nos asustaba y no volvimos a hablar de
ello.
Tanto a Sara como a mí nos habría encantado que esta última
fatalidad jamás hubiera ocurrido. Habríamos podido evitarla si hubiéramos
tenido el valor necesario para comprender lo que vimos más de una vez y de
distinta forma durante los meses anteriores. No debimos haberlo ignorado así, teníamos
que haber hecho algo. El miedo que nos inspiraba la maldita planta, no nos
permitió entenderlo claramente, solo atinamos a huir apenas pudimos al
departamento del centro y luego a viajar lo más lejos posible.
Menos mal que ya no había nadie en la casa esa segunda y
última vez. Nosotros estábamos en un crucero rumbo a Río, a más de mil kilómetros
de distancia. Mucho después, cuando vimos las fotos del incendio total de la
vieja casona en los diarios, no lo podíamos creer.
[i] Fitosapiens:
planta que piensa.
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