Jacinto Suárez pensaba en su escenario: se sentía perdido,
después de toda una vida familiar afectuosa había quedado solo. Chocó con el auto al tomar la ruta a Bahía Blanca, adonde iba a
ver a su hija. Le internaron en el hospital por problemas en la
vista, heridas y dificultades motrices, todos resultantes del accidente.
Ellos nunca venían a Buenos
Aires, era él quien viajaba cada vez que el aislamiento se volvía
inaguantable. Recordaba con dulzura y tristeza a Ana, su mujer, que había
fallecido el año anterior de un ataque al corazón. Así que nadie lo acompañaba
en ese difícil momento y ahora, casi ciego y con el auto hecho trizas quién
sabe si volvería a ver a su familia. Pensó que era justo no haberles dicho que iba, como si hubiera intuido que no llegaría a destino y ahora
tampoco les contaba de la situación para no inquietarlos, total, el podía
arreglarse solo.
En medio de estos pensamientos, aparecía a veces de improviso
el “flaco Pérez”, que ocupaba la cama contigua. Jacinto lo veía como un tipo más joven, alegre y ocurrente. Su oficio, según
le escuchó decir, era de mozo de restaurante que había trabajado en San Telmo,
la Recoleta y en el sur de Brasil. Hacía ya una semana y media que
Jacinto no veía más que sombras y en medio de su desamparo y preocupaciones,
“el flaco” era un alivio a su
drama. Pérez, a su vez, decía que tenía una afección en el hígado y que lo
operarían. El lo ayudaba cuando Jacinto comía o cuando se encaminaba de la cama al baño con
dificultad, debido a las heridas en piernas y cuerpo y a su reciente ceguera, a
la que creía que nunca se iba a acostumbrar. El baño estaba a cinco pasos de su cama y no había ningún obstáculo que sortear. También había
contado nueve pasos hasta la puerta de la
habitación, adonde iba todas las mañanas y las tardes que se sentía con fuerzas
para caminar un tramo por el pasillo, cuando había alguna enfermera libre que
le acompañara.
A
veces al despertar, Jacinto sentía al flaco relatar
alguna agradable noticia. Con jovialidad y simpatía, hablaba de alguna de sus aventuras o de lo que sucedía en el sanatorio y fuera
de él. A través de la ventana, atisbaba la vida de sus vecinos y contaba lo que
ocurría, como cuando una vez, mientras ellos desayunaban, se le
cayó con gran estruendo chirriante la cortina de enrollar al carnicero de
enfrente que no podía levantarla para hacer pasar a los clientes que
ya formaban fila; de la pelea entre un taxista casi enano y un enorme chofer
del 29, que chocaron en la esquina, el taxi quedó hecho un bollo. De bronca, el
petiso enfurecido y a los saltos, quebró el parabrisas del colectivo de varios
fierrazos y el del micro no se animaba a bajar; también escuchó la historia de
la hija del farmacéutico, que había ido a pasar el verano con sus tíos y primos
en Córdoba y acababa de volver encinta, acompañada del causante enamorado, que
ahora estaba buscando trabajo de panadero por la zona. Y de la generosidad del
jardinero que les cortaba el césped de la entrada de su casa a unos ancianos
del barrio sin cobrarles, del varón de casi seis kilos que había nacido aquella
madrugada en la maternidad del sanatorio, de la belleza increíble de la nurse del cuarto piso, tan escotada y donosa,
que no les podía tomar la presión a los varones, porque éstos se impresionaban
tanto al tenerla cerca, volcando su mejor parte hacia ellos, que la presión les
subía de golpe y no los podía controlar. Oyó también la ocurrencia del dueño de
la florería de enfrente, que le regalaba un pimpollo a cada chica guapa que
pasaba por la cuadra y otras anécdotas y bromas que amenizaban las largas
jornadas de su encierro involuntario. Jacinto intuía que a veces, el flaco
exageraba para asombrarlo o hacerlo reír, pues ante la duda, el tipo reducía el tenor de la proeza modificando el relato. Así fueron
sucediéndose los días en que el mozo ofrecía ocurrentes menús de historias para
alegrar la vida del viejo, ayudándolo a olvidar su drama.
Por
otro lado, Jacinto se sentía en inferioridad de condiciones, pues no tenía esa facilidad
de expresión ni carisma, ni historia digna de contar y algunas noches,
diciéndose: “¿por qué a mi?” no podía reprimir un callado llanto, al imaginar cómo sería su vida de ciego y entonces pensaba incluso, cómo juntar fuerzas
para suicidarse.
Además
de estos pensamientos nefastos, seguía discurriendo Jacinto, no podía
compararse con Pérez, más joven, hombre habituado al ruido vertiginoso de la capital y sus
locuras, con más calle, más roce social y él en cambio, criado en el campo de pata en
el suelo hasta que se mudaron al pueblo, no había tenido amigos ni conversaba
con nadie. Empezó el colegio muy tarde y luego se aficionó a los números, único
entrenamiento adquirido a la fuerza, contando ganado, pollos, huevos,
bolsas de granos y tantos otros productos del campo y del almacén de ramos
generales de su tío, donde trabajó desde el primer año del secundario, cuando
cumplió los quince años. Se pasaba estudiando aritmética y luego contabilidad,
hasta que pudo encontrar trabajo de ayudante de contador en ese oscuro pueblo
de campaña. Había llevado una vida chata, de la casa a la oficina de un estudio
contable donde nunca pasaba nada. Recordaba el tedio de los fríos inviernos y
canículas insoportables, generalmente solo, encerrado en la oficina durante diez o doce horas diarias, seis
días a la semana y a veces trabajaba hasta los domingos. Y luego de casado, en aquel
modesto departamento alquilado, con su mujer, simple ama de casa con limitadas
aspiraciones y estudios. A él le gustó su sonrisa y fue así que se animó a
sacarla a bailar aquella tarde de domingo de carnaval en el único club del
pueblo, a quince kilómetros del rancho donde nació. Ambos se casaron con
más de treinta años de edad, sin haber disfrutado nada de la vida. Ni siquiera habían podido tener
una luna de miel normal, ella se embarazó apenas comenzaron a salir y tuvo que
estar a quietud para no perder a la única hija que tuvieron, la que ahora
estaba en Bahía Blanca. Jacinto siempre había sido tímido y los chistes no le
salían bien, entonces qué podía comentar él… nada!
Una
madrugada se despertó ante un silencio inusual; su compañero no respondía y temiendo
algo malo, se levantó a tientas a ver qué le pasaba, encontró la cama tendida y
sola. Por un instante cruzó por su mente la duda, ¿lo habrán llevado a operar o
se fue sin saludar…? Intrigado, apretó el timbre hasta que llegó una de las
enfermeras, que muy extrañada ante sus preguntas, le dijo que hacia quince días
que esa cama no se ocupaba, no conocía a ningún flaco Pérez y además, en la cuadra
de enfrente no había nada desde el año pasado, cuando se derrumbó un viejo
conventillo. Ahora solo quedaban un terreno baldío y varias casas vacías.
Sin
embargo, le dijo que la cama de al lado sería ocupada esa misma tarde por un vecino
que tenía un problema de vesícula y lo operarían muy temprano al día siguiente.
Cuando Jacinto le preguntó el apellido del nuevo paciente, ella miró la
planilla y respondió entre cómplice y asombrada que el apellido era Pérez.
–Y es
flaco? –preguntó Jacinto.