Llovía como si fuera la última vez y el niño
estaba solo, parado en una vereda de la 18 de Julio, la avenida principal de Montevideo[1]. Al
arreciar la tormenta había buscado refugio en un kiosco de diarios y revistas y
se entretuvo mirando los colores y formas de los libros de cuentos y revistas
para chicos. No entendía lo que decían, pero las figuras le atraían. Su padre
le había dicho que vendría por él en seguida, pero ya hacía más de una hora que
esperaba, empezaba a impacientarse y tenía frío El kiosquero le preguntó si lo
vendrían a buscar, pero el chico no le entendía, porque no hablaba castellano. El
buen hombre se dio cuenta que hablaba inglés y llamó a Ángela, una joven vecina,
que trabajaba en una oficina de al lado. Contactaron a la Embajada de EEUU y
pronto llegó alguien de allí a recogerlo.
Al día siguiente, Ángela llamó nuevamente a la
Embajada para saber que había ocurrido con el chico, y si habían encontrado al
padre, pero, inesperadamente, allí le dijeron que no sabían nada del asunto.
Trataron de averiguar preguntando por la persona que había venido a buscarlo,
pero no le conocían, había dado un nombre falso. Era un caso para ser
investigado de inmediato. El kiosquero era un apasionado lector de novelas
policiales y sugirió darle el caso a David, un joven policía que hacia tareas
de detective para la gente del barrio en su tiempo libre.
Lo cierto es que David, no solo era un policía
eficaz, sino que también era esforzado y valiente en su tiempo libre, se
dedicaba con entusiasmo a resolver los problemas que los vecinos le
encomendaban de vez en cuando y además, cuando así lo requería la situación,
apelaba a su sexto sentido: la intuición y llegaba a visualizar realidades que
le estaban vedadas a la gente común y a sus colegas habituales. Si, era vidente
y en este caso, apenas Ángela le comenzó a contar la historia y le alcanzó una
servilleta de papel con una golosina, que aquel chico le había regalado el día
anterior, sintió un dolor en las entrañas y tuvo una visión. Vio al niño
llorando, maniatado y amordazado, en un hueco de una pared que se estaba
viniendo abajo, en un lugar deshabitado, dentro de un viejo frigorífico fuera
de servicio. Entonces, recordando el paraje, sin perder tiempo, se puso en movimiento,
tomó su viejo Volks y en menos de media hora estaba en el lugar. Pidió ayuda
por radio, indicando que no hicieran sonar las sirenas para no alertar a los malvivientes.
Cuando llegaron sus colegas, se dirigieron hacia la parte de atrás, para bajar a
los sótanos del derruido edificio. Unos perros que hurgaban en restos de basura
se molestaron por la invasión de su territorio y comenzaron a gruñir, así que
optaron por dar un rodeo para evitar la algarabía.
Entraron por una ventana rota y luego bajaron al
sótano. Era difícil no hacer ruido, porque todo estaba desvencijado, incluso
los pisos de madera semi-podrida, que difícilmente podían sostener una persona.
Algunos ruidos inevitables alertaron a alguien que pregunto alarmado: “--¿Quien
anda ahí?”
David optó por maullar y el advenedizo lanzó un
improperio contra el gato. Se acercaron aun más y pudo ver por un agujero en la
pared que los separaba, que el chico estaba presumiblemente dormido en un
rincón, todavía atado y con un trapo dentro de la boca. El hombre que lo tenía
preso, estaba borracho y se tambaleaba para llegar a una silla que difícilmente
lo podría sostener. En efecto, la silla se rompió y ese fue el momento propicio
para dominar la situación.
Ahora, había que hacer cantar al borracho para
averiguar las razones del rapto, quiénes estaban detrás del asunto y qué había
sido del padre del muchacho, pero eso es parte del siguiente capítulo, que otro
día se sabrá.
[1] La ciudad Capital de la República Oriental del Uruguay.
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