martes, 27 de agosto de 2013

"QUE CAMINES EN BELLEZA"

Cuántas cosas me sugiere este saludo, este buen deseo del amigo que conoce realmente el valor que tiene esta vida, esta milagrosa vida que nos ha tocado disfrutar.
Cuando uno ha vivido, es decir, cuando ha sufrido y gozado, cuando ha estado cerca del abismo y del cielo, sabe apreciar las diferencias, las delicias y los dolores de la vida… sabe que cada segundo es precioso, cada hora cuenta…
Desde hace tiempo camino en belleza, disfrutando cada árbol, cada pájaro, cada caricia de pasión o de ternura, cada sonrisa bendita que me llega y cada vez que puedo le dedico un verso o plasmo la imagen en una fotografía, para recrearla cuando descanso de mirar tanta hermosura directamente a los ojos…
Esta vida que me han regalado, la atesoro minuto a minuto… que se van como por arte de magia. Si da pena dormir y perderse una noche de amor o una tarde de sol, sentirlo en la cara, frente al paisaje en el parque o paseando por el bosque junto al arroyo que baja de la montaña o mirando las olas, que esparcen su espuma sobre la playa que las espera encantada.
Ya se va yendo el frío… muy pronto!  El frío también tiene su encanto!
Ya se ven los brotes en el jardín, pronto se llenará de flores y una mañana veré a la primavera llegar en una burbuja descendiendo triunfante de una nube ligera…
Gracias, Dios, Natura, Tao, Buda, Yavé, Gracias Consciencia Universal!

Muchas Muchas Gracias!!!

miércoles, 21 de agosto de 2013

EL FLACO

Jacinto Suárez pensaba en su escenario: se sentía perdido, después de toda una vida familiar afectuosa había quedado solo. Chocó con el auto al tomar la ruta a Bahía Blanca, adonde iba a ver a su hija. Le internaron en el hospital por problemas en la vista, heridas y dificultades motrices, todos resultantes del accidente.
Ellos nunca venían a Buenos Aires, era él quien viajaba cada vez que el aislamiento se volvía inaguantable. Recordaba con dulzura y tristeza a Ana, su mujer, que había fallecido el año anterior de un ataque al corazón. Así que nadie lo acompañaba en ese difícil momento y ahora, casi ciego y con el auto hecho trizas quién sabe si volvería a ver a su familia. Pensó que era justo no haberles dicho que iba, como si hubiera intuido que no llegaría a destino y ahora tampoco les contaba de la situación para no inquietarlos, total, el podía arreglarse solo.
En medio de estos pensamientos, aparecía a veces de improviso el “flaco Pérez”, que ocupaba la cama contigua. Jacinto lo veía como un tipo más joven, alegre y ocurrente. Su oficio, según le escuchó decir, era de mozo de restaurante que había trabajado en San Telmo, la Recoleta y en el sur de Brasil. Hacía ya una semana y media que Jacinto no veía más que sombras y en medio de su desamparo y preocupaciones, “el flaco” era un alivio a su drama. Pérez, a su vez, decía que tenía una afección en el hígado y que lo operarían. El lo ayudaba cuando Jacinto comía o cuando se encaminaba de la cama al baño con dificultad, debido a las heridas en piernas y cuerpo y a su reciente ceguera, a la que creía que nunca se iba a acostumbrar. El baño estaba a cinco pasos de su cama y no había ningún obstáculo que sortear. También había contado nueve pasos hasta la puerta de la habitación, adonde iba todas las mañanas y las tardes que se sentía con fuerzas para caminar un tramo por el pasillo, cuando había alguna enfermera libre que le acompañara.
A veces al despertar, Jacinto sentía al flaco relatar alguna agradable noticia. Con jovialidad y simpatía, hablaba de alguna de sus aventuras o de lo que sucedía en el sanatorio y fuera de él. A través de la ventana, atisbaba la vida de sus vecinos y contaba lo que ocurría, como cuando una vez, mientras ellos desayunaban, se le cayó con gran estruendo chirriante la cortina de enrollar al carnicero de enfrente que no podía levantarla para hacer pasar a los clientes que ya formaban fila; de la pelea entre un taxista casi enano y un enorme chofer del 29, que chocaron en la esquina, el taxi quedó hecho un bollo. De bronca, el petiso enfurecido y a los saltos, quebró el parabrisas del colectivo de varios fierrazos y el del micro no se animaba a bajar; también escuchó la historia de la hija del farmacéutico, que había ido a pasar el verano con sus tíos y primos en Córdoba y acababa de volver encinta, acompañada del causante enamorado, que ahora estaba buscando trabajo de panadero por la zona. Y de la generosidad del jardinero que les cortaba el césped de la entrada de su casa a unos ancianos del barrio sin cobrarles, del varón de casi seis kilos que había nacido aquella madrugada en la maternidad del sanatorio, de la belleza increíble de la nurse del cuarto piso, tan escotada y donosa, que no les podía tomar la presión a los varones, porque éstos se impresionaban tanto al tenerla cerca, volcando su mejor parte hacia ellos, que la presión les subía de golpe y no los podía controlar. Oyó también la ocurrencia del dueño de la florería de enfrente, que le regalaba un pimpollo a cada chica guapa que pasaba por la cuadra y otras anécdotas y bromas que amenizaban las largas jornadas de su encierro involuntario. Jacinto intuía que a veces, el flaco exageraba para asombrarlo o hacerlo reír, pues ante la duda, el tipo reducía el tenor de la proeza modificando el relato. Así fueron sucediéndose los días en que el mozo ofrecía ocurrentes menús de historias para alegrar la vida del viejo, ayudándolo a olvidar su drama.
Por otro lado, Jacinto se sentía en inferioridad de condiciones, pues no tenía esa facilidad de expresión ni carisma, ni historia digna de contar y algunas noches, diciéndose: “¿por qué a mi?” no podía reprimir un callado llanto, al imaginar cómo sería su vida de ciego y entonces pensaba incluso, cómo juntar fuerzas para suicidarse.
Además de estos pensamientos nefastos, seguía discurriendo Jacinto, no podía compararse con Pérez, más joven, hombre  habituado al ruido vertiginoso de la capital y sus locuras, con más calle, más roce social y él en cambio, criado en el campo de pata en el suelo hasta que se mudaron al pueblo, no había tenido amigos ni conversaba con nadie. Empezó el colegio muy tarde y luego se aficionó a los números, único entrenamiento adquirido a la fuerza, contando ganado, pollos, huevos, bolsas de granos y tantos otros productos del campo y del almacén de ramos generales de su tío, donde trabajó desde el primer año del secundario, cuando cumplió los quince años. Se pasaba estudiando aritmética y luego contabilidad, hasta que pudo encontrar trabajo de ayudante de contador en ese oscuro pueblo de campaña. Había llevado una vida chata, de la casa a la oficina de un estudio contable donde nunca pasaba nada. Recordaba el tedio de los fríos inviernos y canículas insoportables, generalmente solo, encerrado en la oficina durante diez o doce horas diarias, seis días a la semana y a veces trabajaba hasta los domingos. Y luego de casado, en aquel modesto departamento alquilado, con su mujer, simple ama de casa con limitadas aspiraciones y estudios. A él le gustó su sonrisa y fue así que se animó a sacarla a bailar aquella tarde de domingo de carnaval en el único club del pueblo, a quince kilómetros del rancho donde nació. Ambos se casaron con más de treinta años de edad, sin haber disfrutado nada de la vida. Ni siquiera habían podido tener una luna de miel normal, ella se embarazó apenas comenzaron a salir y tuvo que estar a quietud para no perder a la única hija que tuvieron, la que ahora estaba en Bahía Blanca. Jacinto siempre había sido tímido y los chistes no le salían bien, entonces qué podía comentar él… nada!
Una madrugada se despertó ante un silencio inusual; su compañero no respondía y temiendo algo malo, se levantó a tientas a ver qué le pasaba, encontró la cama tendida y sola. Por un instante cruzó por su mente la duda, ¿lo habrán llevado a operar o se fue sin saludar…? Intrigado, apretó el timbre hasta que llegó una de las enfermeras, que muy extrañada ante sus preguntas, le dijo que hacia quince días que esa cama no se ocupaba, no conocía a ningún flaco Pérez y además, en la cuadra de enfrente no había nada desde el año pasado, cuando se derrumbó un viejo conventillo. Ahora solo quedaban un terreno baldío y varias casas vacías.
Sin embargo, le dijo que la cama de al lado sería ocupada esa misma tarde por un vecino que tenía un problema de vesícula y lo operarían muy temprano al día siguiente. Cuando Jacinto le preguntó el apellido del nuevo paciente, ella miró la planilla y respondió entre cómplice y asombrada que el apellido era Pérez.
–Y es flaco? –preguntó Jacinto.

martes, 20 de agosto de 2013

D E S T I N O

El momento había llegado. Ahora tenía que liberar al viejo tamborilero que aguardaba dentro de la roca. Tomé el formón y le di con la masa. No pude contener un gemido de dolor en mi cabeza y unas gotas de sangre brotaron manchando mi camisa blanca. 
Todo había comenzado hacía quince años. Mi maestro escultor me enseñó a dibujar, a sentir el diseño en la sangre y, desde el corazón, pasarlo a la piedra.
Hacía tiempo que soñaba con este viejo tamborilero africano, como mis propios ancestros, a quienes el ritmo de los parches entusiasmaba participando íntimamente de esa sensación de pertenencia. Del mismo modo, familia y compañeros compartían mi sentir cuando les contaba mis sueños.
Cuando vi aquellos bloques de granito casi azules de tan negros quedé extasiado, así que junté lo que hacía falta, hice cortar uno a la medida real del hombre y lo trajeron con un camión grúa hasta mi lugar de trabajo en lo alto del morro de Tijuca, en Río.
Ya se escuchaban las melodías y el repiquetear de tamboriles en todos los rincones de la ciudad.
Durante aquel contacto, la voz del interior de la piedra, me había hecho comprender que cada golpe que diera sobre su figura lo sentiría en mi propia carne.
Asombrado, algo asustado, pero decidido, seguí trabajando para completar la misión de realizar ese monumento a lo nuestro, que la negra piedra tan bien representaba y debía terminarlo para la inauguración del carnaval. No había tiempo que perder.
Al principio había hecho muchos dibujos. Ahora, tenía la imagen impresa en el corazón, que me iba transmitiendo, sin dudas, dónde golpear con seguridad. Y seguía sangrando con cada golpe de formón. Sentía dolor en la piel, coraje en el alma y la urgencia de liberar al viejo de su prisión para terminar de realizar el mutuo destino que ya intuía.
Todos ayudaban. Calladas, las mujeres curaban mis heridas y me alimentaban. Los amigos pulían el pedestal y mantenían el orden.
Al atardecer del último día llovía. Volvimos a traer la grúa. Colocamos al viejo tamborilero frente al camino donde iba a pasar el desfile. La imponente estatua lanzaba destellos azules alrededor, acentuados por el brillo de la lluvia.
Justo a las siete, el primer cortejo venía subiendo el morro entre fuegos de artificio y los sones de una vieja canción irrumpieron en el ambiente. Confundido con rayos y truenos, un estruendo partió de la escultura arrojando cascotes azabaches a todos lados. Desconcertado, ví cómo el abuelo de piedra se convertía en carne y hueso. Con un grito de dolor y una carcajada se desprendió del zócalo de roca y, empapado de agua y sangre, salió danzando y cantando tras la muchedumbre que no se daba cuenta de lo que ocurría frente a sus ojos.
Comprendiendo finalmente mi destino, de un salto subí al podio –a pesar de los gritos de mi gente que pedía que no lo hiciera— y tomé el lugar que el anciano abandonó, mientras sentía cómo, muy lentamente, de pies a cabeza, mi propia carne morena se iba volviendo negrísima roca.

Mientras el alegre tamborilero se alejaba en medio del gentío, el bullicio se disipaba despacio. La lluvia cesó y por algunos instantes, solo se oyó el llanto de las mujeres que abrazaban mi figura. Al mismo ritmo, sin prisa alguna, venía danzando y cantando una tonada nueva la siguiente comparsa.

viernes, 16 de agosto de 2013

NOCHE DE AMOR

Que por qué la quiero? porque la deseo con todos los poros de mi cuerpo soy todo ojos cuando la miro todo manos cuando la acaricio todo boca cuando la beso. le doy todo lo que tengo y lo que soy hasta la última gota y ella me bebe me ama igual que yo somos incondicionales encajamos como los dientes de una boca inagotable sedienta de pasión me devora con los ojos y con el cuerpo y yo a ella  somos caníbales del amor y la quiero porque está presente porque hoy la tengo y no sé si la perderé mañana está muy loca hoy me quiere no sé qué pasará después yo también estoy loco, de amor y de hambre de vivir como nunca he vivido. nunca amé de esta manera ni tanto ni así tan demente y total, me llama y voy no importa adonde esté ni lo que esté haciendo dejo todo y voy siempre voy. noche y día pienso en ella la pienso y la amo la engullo con el pensamiento y la acción vivo apasionado sin remedio es la fuente para mi sed es mi mejor alimento a veces solo nos miramos durante horas sin hacer nada o descansamos juntos muy apretados quietos hasta que la sed o el hambre nos apresa y vamos a saciar otros apetitos indispensables.

Salimos a pasear a veces, tenemos sitios preferidos, disfrutamos de estar juntos solos o sumergidos en el bullicio. De vez en cuando vamos al cine o al teatro, luego a tomar unos tragos al centro avanzada la noche ya de madrugada y llega un momento que nos miramos y sabemos, tomamos un coche y volvemos a su casa o a la mía. En verano nos amamos en la playa o en la alberca o en la mesa o en la alfombra y en invierno al abrigo cerca del fuego. Tenemos la premura de aquello que se termina y la tremenda urgencia de no saber cuándo.

Ella quería vivir por todo lo que no había vivido. Hicimos locuras, muchas locuras de pasión y de muerte porque la parca está siempre con nosotros, es la comedida constante, cuando nos amamos desaparece y cuando acabamos, a veces vuelve despacio y por eso nos fagocitamos de nuevo para ningunearla, para sumergirnos en ese amor intenso que es capaz de fugarse del miedo del fin, que lo aleja indefinidamente… es que después de tanto amor ya no importa morir. A veces la insultamos: muerte puta estúpida andate que acá no hay sitio para vos!
Aquella tarde en la sala de espera del oncólogo, sin pelo, flacos, tristes, solos y desahuciados nos descubrimos sorprendidos, como en un déjà vu. Ella llevaba un pañuelo rojo en la cabeza, menuda como una criatura y sus ojazos azules no dejaban de mirarme. Yo con aquel viejo sombrero de playa azul que había sido de mi padre, cuando me llevaba a pescar. No hablamos, nos miramos con ternura, luego con esperanza de pasión. Fuimos a su casa aquella primera vez. El enorme danés celoso no quería dejarme pasar, entré igual, me abrazó y mordió apenas, no me hizo daño, sabía que no debía y lo perdoné, tampoco tenía fuerzas para otra cosa después de la droga… reservé mi escasa potencia restante para ese inaugural encuentro esperanzado.

Es carnaval. Llueve intensamente. Somos dos calaveras en medio de la noche canicular de un pueblo de Corrientes, ni sé cómo se llama. Vamos casi desnudos, enfundados en etéreos disfraces de tules que se pegan al cuerpo empapado, con imágenes de huesos. En medio de la multitud disfrazada y casi tan loca como nosotros, con la música del corso y las voces que cantan alrededor resonando en nuestros tímpanos, gritamos para comunicarnos o solo con la mirada ya entendemos. A veces nos agarramos, temerosos de perdernos en medio de tanta gente y a la vez nos sentimos protegidos en medio de la multitud. Con osadía celebramos el amor burlando a la muerte, es la noche de San La Muerte y llevamos amuletos encantados bendecidos por el cura del pueblo en una vieja capilla del monte, para que esta pasión perdure, nos da miedo y nos excita, bailamos hasta el desmayo, finalmente vamos al hotel. Muy borrachos nos sumergimos en nuestra locura bacantes de amor y de alcohol disfrutando intensamente nuestra última noche de amor.

Ha escampado y amanece.

martes, 6 de agosto de 2013

LA FITOSAPIENS

Aquella noche miré por la ventana del dormitorio del primer piso, al rincón del jardín donde estaba la misteriosa planta, deseando que nunca hubiera existido y cuando la enfoqué con los prismáticos en la media luz de la noche estrellada, pareció que saludaba o tal vez fuera el viento cómplice en aquel confín del parque. Esa noche como siempre, Sara y yo charlamos de todo un poco, comentamos sobre los progresos del nieto nacido el mes anterior, de los candidatos que se habían presentado para las elecciones y vimos TV hasta que apareció un film de ciencia-ficción donde unas plantas carnívoras de otra galaxia invadían la tierra y un sudor frío me corrió por la espina. Así que apagué el televisor aduciendo cansancio, contra la voluntad de mi mujer que habría querido seguir viendo esa horrorosa película.
Entonces recordé cómo había comenzado todo. Aquel domingo de sol en el apogeo del otoño había sido una verdadera fiesta de colores. Nuestra gata preferida estaba panza arriba emergiendo apenas entre la montaña de hojas rojas, ocre y oro que juntábamos para quemar. Cuando me senté a descansar en el banco del fondo del jardín, vino contoneándose despacio. Sin embargo antes de llegar adonde yo estaba, la distrajo una planta con hojas verdes y rojas y fue a restregar hocico, cabeza y lomo contra ella, mientras ronroneaba cariñosamente. El arbusto parecía corresponderle, como si fuera otro gato o persona a quien la rubia minina apreciaba más que a mí, que era quien le daba de comer todos los días. La bestezuela  se echó al lado de su amiga vegetal y no quiso acudir a mi llamado. Desde entonces, decidí prestarle más atención a la intrigante mata. Una tarde al terminar de regar, le hablé como quien lo hace con una criatura y asombrosamente, respondió acercando su follaje. Busqué con la mirada a Sara, mi mujer, a ver si había sido testigo de la curiosa respuesta casi afectiva de la planta, pero estaba algo alejada. Sin dar crédito y con recelo, tomé una de sus hojas más próximas suavemente entre mis dedos y la acaricié como haría con la manito de un bebé. Entonces, la planta se contorsionó y pareció suspirar. En ese momento sentí una mezcla de prevención y halago, como si estuviera acompañado de una amiga cariñosa encantada por el trato. Luego tomé mayor conciencia de lo ocurrido y pasé de la complacencia al temor. Había caído ingenuamente en su influjo, tardé un minuto en reaccionar. Llamé en voz alta a mi esposa, alejada unos metros más allá cortando flores para el centro de mesa del comedor, para que viera lo que pasaba. El grito fastidió a la planta pues retiró la hoja que aún sostenía entre mis dedos, sobresaltándome de nuevo. Entonces hice mutis por el foro, parapetándome tras un libro en el más mullido sillón de la sala, como si no hubiera ocurrido nada. Esa tarde pensé llamar a Francisco, un amigo biólogo, experto conocedor de las plantas y según él mismo dice: de cómo sienten, de su conciencia del entorno, que son capaces de ver luces y sombras y a su manera percibir los colores, las presencias a su alrededor y que cuando uno les habla o pone música reaccionan exhibiendo mayor lozanía. Recuerdo cuando él contaba esto, yo asentía, aunque por dentro dudaba. Nunca había imaginado algo así, a pesar de haber tenido jardín toda mi vida. No me animé a llamarlo pues no quise demostrarle mi cambio de opinión, resultaba embarazoso hablar de sentimientos de plantas y felinos y de su inesperado comportamiento. Había sido un episodio difícil de tragar y era mucho peor compartirlo, hasta que pasó lo que pasó y para entonces ya era demasiado tarde. Pregunté entonces a Sara el origen de la aludida y dijo que la vecina le había dado unas semillas hacía unos meses, después de referirse a la planta como si se tratara de una mascota. Sara se asombró al verla crecer tan rápido y le daba escalofríos, porque se parecía más a un bicho que a un vegetal. Por ejemplo, cuando no quería que la regaran, se sacudía como perro mojado y habiéndola trasplantado durante la tarde al cerco de la entrada, la encontró a la mañana siguiente en la esquina del fondo, adonde había sembrado sus semillas originalmente. No podía concebir que se hubiera desplazado por el parque durante la noche. Después de oír esos comentarios, cometí la imprudencia de manifestar a viva voz el deseo de echarla a la hoguera en la próxima quema de hojas, porque causaba espanto, mientras la seguía viendo con los prismáticos a través de la ventana del primer piso. Lo recuerdo muy bien, fue esa misma noche, cuando pasaron la película de las plantas carnívoras, que ocurrió el incendio, se quemó una parte de la casa y nunca supimos cómo.
Luego pedí al jardinero que se deshiciera de ella. El buen hombre debe haberlo intentado pero vaya a saber qué pasó, pues se retiró después de hacer el resto de su tarea dejándola intacta. Nos mudamos al departamento del centro mientras restauraban la casa y la gatita prefirió a la fitosapiens [i], se quedó en la vieja residencia. Coincidentemente, en esos días un vecino nos ofreció una suma que nos pareció adecuada y vendimos el inmueble con mata y gata incluidas. Aunque recordábamos bien lo sucedido, no alcanzábamos a entenderlo, por eso mismo nos asustaba y no volvimos a hablar de ello.
Tanto a Sara como a mí nos habría encantado que esta última fatalidad jamás hubiera ocurrido. Habríamos podido evitarla si hubiéramos tenido el valor necesario para comprender lo que vimos más de una vez y de distinta forma durante los meses anteriores. No debimos haberlo ignorado así, teníamos que haber hecho algo. El miedo que nos inspiraba la maldita planta, no nos permitió entenderlo claramente, solo atinamos a huir apenas pudimos al departamento del centro y luego a viajar lo más lejos posible.
Menos mal que ya no había nadie en la casa esa segunda y última vez. Nosotros estábamos en un crucero rumbo a Río, a más de mil kilómetros de distancia. Mucho después, cuando vimos las fotos del incendio total de la vieja casona en los diarios, no lo podíamos creer.


[i] Fitosapiens: planta que piensa.